Natascha Kampusch. La vida después de la mazmorra
Antes de acudir a la cita con Natascha Kampusch, de 22 años, su asesor nos pide que la llamemos Frau Kampusch (señora Kampusch). Porque ella está cansada de que banalicen su nombre; que se abuse de ese "Natascha" tan familiar y sonoro, como si ella fuera aún el juguete que en verdad fue en manos de Wolfgang Priklopil (1962), el hombre que la secuestró el 2 de marzo de 1998, cuando tenía 10 años, y la mantuvo presa hasta el 23 de agosto de 2006. Ese día, siendo ya mayor de edad, ella reunió la fuerza suficiente para escapar del influjo de aquel al que debía llamar "maestro", al que debía obedecer y servir; un "paranoico de rostro delicado" que la maltrató y la hizo protagonista de una película que solo existía en el "mundo enfermo de su mente".
"Ya no tienes familia. soy todo para ti. me perteneces. yo te he creado", le decía su secuestrador
"El lema de mi madre era: 'los indios no conocen el dolor'. ella no imaginaba que eso me haría fuerte"
Ese día, abrió la verja de la casa donde estaba encerrada, anduvo los 30 metros que hay (los contamos luego uno a uno) hasta la esquina, y corrió pidiendo ayuda. "¡No me pises el césped!", le gritó una vecina desde una ventana antes de llamar a la policía. Los agentes no daban crédito. Al descubierto quedaba su ineficiencia de años. Y él, el secuestrador, al volar su presa, se quedó perdido: se suicidó arrojándose al tren.
El 'caso Kampusch' es eso, "el caso Kampusch"; solo tiene una versión, una víctima, una protagonista: ella. No podía haber mejor argumento para un libro. El drama de su vida. Una mala jugada del destino. La historia llena de enigmas y soliloquios de una mujer encerrada en una mazmorra. Digna de un clásico. El libro se ha publicado en otros países (en 30 lenguas). Y ahora, en español, lo edita Aguilar. 3.096 días, lo ha titulado, los mismos que duró su cautiverio.
"No se puede conseguir amor a la fuerza", nos dirá dentro de un rato Natascha Kampusch sentada en un ático del monumental centro de Viena. "Nunca". Ella, más que otros, lo sabe a ciencia cierta.
Frau Kampusch es baja, rellenita, rubia de pelo lacio y ojos claros inquietantes, porque no se posan en el otro o lo hacen tarde (hasta que confía); aspecto de adolescente corriente en la zona. Ha llegado tarde a la cita. Su asesor aclara: "Tiene aún dificultades con el tiempo. Quiere sentirse libre en todo y también en eso". Entra tímida, saluda con gestos infantiles de sus manos y se pierde en la cabina de la maquilladora, asunto que considera básico para las fotos: "Tengo la piel transparente, se ven los defectos...", se disculpa. Si los tiene, nada destacable. Solo ese descontento con su físico que hasta afecta a su condición femenina. "Con mi cuerpo no me siento nada bien. Me gustaría ser un poco más grande, fuerte, masculina. Como hombre se tienen menos problemas físicos... y se pueden hacer más cosas". ¿No serán los kilos? "Pues sí", contesta. Hace muecas constantes Frau Kampusch cuando habla; cierra y abre sus ojos, los pone en blanco y los alza hacia el cielo... Y según ese catálogo de expresiones, puede parecer muy mayor o muy niña. Temíamos que fuera distante y fría, pero es camaleónica. A veces tierna, divertida o sarcástica; otras, muy crítica y dolida. Siempre consciente, ojo avizor. Años de entrenamiento. ¿Una pregunta delicada? La ignora. A otra cosa.
Luce hoy un vestido rojo escotado y chaqueta de lana, botas y medias negras. Femenina. Prendas hasta hace nada prohibidas para ella cuando, obligada, debía usar los jerséis y pantalones del secuestrador; él mismo le compraba lo necesario, hasta las compresas, y le cortaba el pelo, porque sí o por castigo... Ahora se arregla, posa como una estrella. Soñaba con ello en su infancia. Una fama triste la de esta austriaca. "Célebre por ser víctima de un delito". Pensamiento instantáneo y colectivo al leer esto: "Pobre niña". Pensamiento crítico de Frau Kampusch: "El interés que se muestra por una víctima es engañoso. Se siente afecto por la víctima solo cuando uno se puede sentir por encima de ella. Ya en la primeras cartas que recibí me llegaron docenas de acosadores, cartas de amor, proposiciones de matrimonio y perversas cartas anónimas". Se negó y se niega a representar ese papel, a llevar un sello en la frente que diga: víctima, niña rota... A producir lástima. No. Natascha es una superviviente. Nada tonta...
¿Cómo es un día normal ahora para ella, exceptuando la promoción del libro? "En terapia", responde, tan bajito que es a veces imposible seguirla. ¿Y va bien? "Bueno, la mayoría de gente se trata por problemas de pareja, con sus padres... Yo puedo acumular 24 distintos". Claro. ¿Cuánto horror pasado queda aún en ella? "Todo". Cientos de efectos colaterales: sueños de la vida fuera que la mantuvieron con vida dentro y pesadillas de dentro que la intranquilizan fuera; claustrofobia, agorafobia, resignación, culpabilidad, ser víctima y creer merecerlo, huellas de la tortura psicológica y física que él le infligió, el miedo a que la abandonara o a volver al mundo real... Absurdo pedirle ejemplos de daños y perjuicios a alguien que ha crecido sujeta a un adulto extraño por la fuerza y convencida de haber sido olvidada por su familia. "No han pagado el rescate", le dijo Priklopil desde el principio. "No te quieren, no vienen a por ti, solo me tienes a mí...". Una cantinela cruel. Paralizante. Mortal para los débiles, una invitación al suicidio. "Ya no tienes familia... Ahora soy yo todo para ti... Me perteneces. Yo te he creado". Ocho años y medio así. Hasta atreverse a decirle al secuestrador a la cara: "Te estoy agradecida por no haberme matado y por haber cuidado tan bien de mí... pero no me puedes obligar a vivir contigo. Soy una persona independiente... O me matas o me dejas libre". Un largo trecho.
3.096 días con sus noches prisionera en el sótano de una casa con jardín. La misma casa que hemos ido a buscar por la mañana, con la primera luz del día, en Strasshof, afueras de Viena, después de atravesar fábricas, urbanizaciones, centros comerciales y llanuras nevadas acompañados de decenas de camiones de Europa del Este; de pasar por la Rennbahnsiedlung, la urbanización de trabajadores donde Natascha vivía, o Süssenbrunn, donde se alzaba el hogar de su abuela y la panadería que sus padres regentaban. "Puntos de referencia de mi infancia". La tienda aún existe. Muy precaria. Por allí corría ella. Entramos. Una pareja despacha salchichas, chocolate, conservas... La dependienta podría ser su madre o hermana. Les preguntamos. Desconfían. Todo el mundo aquí sabe de qué hablamos. "Se la hemos alquilado a su familia".
La vivienda con zulo del albañil y ex ingeniero Priklopil (se ignora por qué lo construyó: ¿lo tenía planeado, lo había usado antes, era un búnker antinuclear?) se encuentra en Heinestrasse, 60. Chalets vallados con piscina y barbacoa, casetas de madera para la horticultura y bosque apetecible alrededor. Un rincón como hay a miles en el mundo urbanizado. Dentro de la parcela se ven aperos, el césped descuidado, las coníferas muy crecidas... La casa tiene fachada amarilla, ventanas y puerta del garaje cerradas; dentro se intuyen habitaciones vacías, secretos entre sus muros... Uno, dos, tres pasos hacia la Blaselgasse por donde huyó... Un imán para la imaginación. Cuesta creer que en este entorno alguien pudiera retener a otro ser humano. A una niña. Y nadie se enterara. Cada uno en su casa y Dios en la de todos, una suerte de Revolutionary Road a la austriaca. "Gente que nace, muere, tiene jardín, y en tanto en cuanto eso se mantenga estable, todo está bien", sentenciará luego Frau Kampusch. Lo que viene a decir que cualquiera de nosotros puede callar. Y hacer lo mismo.
¿Que será de esta mansión de los horrores? "Se derribará", afirmará ella. Pero no la ha comprado, como dicen, sino que se la "han asignado". Sucedió que tras su "autoliberación" (insiste en el concepto: la policía nunca la encontró), la casa fue asaltada por curiosos: "Todos querían sentir el escalofrío del terror. A mí me parecía horrible que un perverso admirador del secuestrador pudiera adquirirla... Por eso me ocupé de que me fuera adjudicada como indemnización". Así la ha quitado de "la circulación".
El taxista turco que nos trae también sabe, mira y opina: "Esta zona es cara". Y crece. Se construye mucho. Enfrente de la casa-prisión hay otra vivienda, moderna, con columpios y pelotas; viven niños felices en este entorno... Y eso era Natascha Kampusch cuando Priklopil la agarró en la calle Melangasse cerca de su escuela, la subió a su furgoneta para apropiársela y la trajo hasta aquí: una muchacha soñadora, aunque insegura, falta de autoestima, hija de padres separados, un panadero juerguista y una costurera que odiaba la sensiblería y no se permitía debilidad alguna. "Los indios no conocen el dolor', era su lema. Mi madre no imaginaba que eso me haría fuerte, me ayudaría a salvar la vida".
Natascha sabía ya entonces de redes de pederastia (hubo varios casos en los noventa). Los expertos aconsejaban en los noticiarios: no oponer resistencia, hablar... Ella lo hizo. Sufrió una regresión. Se hizo niña; la niña querida del secuestrador. En su mazmorra, él le leía cuentos (La princesa y el guisante fue el primero), jugaban a las damas, la bañaba, le bajó un ordenador... Se convirtió en el único adulto capaz de tomar decisiones por ella. El que da comida y la quita. El dueño. ¿Cómo cree que pudo él hacer algo así? le preguntamos, mientras ella bebe té y se recoloca las medias. "Él intentaba vengarse del mundo... No pensó en mí, ni en mi familia, ni en mis compañeros de clase que tendrían miedo durante años...". No sabía pensar en otros. Un asocial. Ella intentaba convencerle del error. Le decía: "No puede ser esto', pero él creía tener derecho sobre mí... Muchos hombres se saben dueños de las mujeres. Y él quería construirse una a su antojo...". Un animal con princesa en su guarida.
Imposible imaginarla allá abajo. 270×180×240 medía el zulo. Once metros cúbicos de aire agobiante. Su cuerpo frágil encajado entre la cama, la ropa, el despertador, la radio, una tele, bombillas, la Barbie... Allí esperando, una hora, dos, tres, un día entero, a que se abriera una puerta. Hablando sola. "Solo existía una persona que podía salvarme de la agobiante soledad: la misma que me había impuesto esa soledad". Qué paradoja. Toc, toc, toc, cuenta que se oía dentro el extractor, cada segundo.
Dos años estuvo Natascha en la mazmorra de Strasshof sin ver el sol. Luego, poco a poco, atada o vigilada, él la dejó subir a una planta, luego a la otra, luego la llevó a dormir en su cama atada con bridas; luego la dejó salir al jardín, luego a comprar en coche por la zona... Y cuando ella creció y empezó a acumular coraje, a rebelarse, él, vulnerable, reforzó sus métodos de acoso mediante torturas y palizas, le retiraba la comida o las salidas del zulo, la dejaba abandonada hasta que ella cedía presa del pánico a morir de hambre en ese agujero. Enterrada viva. "Mi mayor espanto".
Y si su historia dentro es brutal, también lo fue el impacto que causó fuera al escapar. "Los fotógrafos trepaban a los árboles para hacerme la primera foto... apareció mi zulo en los periódicos. La puerta de hormigón estaba abierta. Las pocas pero valiosas pertenencias que tenía, mis diarios y mi par de vestidos aparecieron revueltos sin piedad... vi cómo mi pequeña vida privada, tanto tiempo oculta, saltaba a las portadas... dos semanas después decidí poner fin a las especulaciones y contar mi historia por mí misma". Concedió tres entrevistas, a la televisión austriaca ORF, al diario Kronen Zeitung y a la revista News. Quería mitigar la expectación. El efecto fue contrario. Carne fresca para los tabloides que ya nunca la dejaron en paz. "La gente quería convertirme en figura pública, y muchos me trataban y lo siguen haciendo como si fueran conocidos míos...". Todo fue muy rápido. Un día en el zulo, al otro en las revistas, al siguiente presentando un show en televisión (que duró tres entregas).
A Frau Kampusch le ofrecieron cambiarse de identidad. Y se negó. "Me había enfrentado a toda la basura psíquica y a las oscuras fantasías de Priklopil, no me había dejado vencer... y solo se quería ver en mí eso: una persona rota que nunca más va a levantar cabeza, que siempre va a depender de la ayuda de los demás. Cuando me negué a llevar ese estigma el resto de mi vida cambiaron las cosas". Llovieron las críticas: era una desagradecida, quería sacar provecho, se había hecho millonaria con las entrevistas... "Lo que peor se llevó fue que no condenara al secuestrador". Pero ella le había perdonado. "Si no, no habría sobrevivido". Así que fue y es objeto de mofa: grupos en redes sociales que piden su vuelta al zulo, canciones o chistes que la citan de mal modo... Sobre la crueldad de la sociedad (especialmente la suya) sabe ya bastante Frau Kampusch. "Poco a poco me di cuenta de que había caído en una nueva prisión". La voracidad de la opinión pública. Y además, la investigación policial sigue tan viva como la expectación sobre su persona. Agentes y jueces siguen dándole vueltas al caso (los muchos errores cometidos, las pistas no seguidas, si el raptor actuó solo o trabajaba para una red de pederastia aún oculta y hasta con implicaciones políticas); una patata caliente hasta con un reciente suicidio de investigador incluido.
Cuatro años ha tardado Natascha Kampusch en poner en papel toda su historia con la ayuda de dos periodistas, Heike Gronemeier y Corinna Milborn. "El libro está sirviendo para que se me entienda mejor", dice. "Es la historia de una luchadora", opina Milborn. "Nunca dejó de soñar con la libertad". Nunca se abandonó. Los psicólogos que la trataron siempre admiraron su formación: se mantuvo activa en el zulo, nunca perdió la curiosidad, leyó, vio cine, estudió, sabía de política, cultura... "Yo seguía la radio, estaba informada, pero aún así, al salir, vi el mundo algo cambiado. Por ejemplo, de repente todos tenían dos móviles, y ordenadores por todas partes...". Este libro es punto final. Y punto de partida (el productor alemán, Bernd Eichinger, el de El hundimiento, fallecido el pasado día 24, ha dejado en marcha una película); recoge todo lo que quería contar: "Deseaba aclarar malentendidos: por qué no había huido antes, por qué no acusé al secuestrador, o dar mi respuesta a falsedades...". Un gran esfuerzo por sacar todo de sí: recuerdos, detalles, sensaciones... E interpretar la razón de lo sucedido.
El mal para Natascha Kampusch tiene rostro humano. Habla de esa violencia burguesa, soterrada y fina tan usual, de cómo se crean monstruos y víctimas para disfrazarla, del abuso del blanco y el negro para definir conductas, cuando el mal es gris y está en todos. "Creo que Priklopil fue uno más entre nosotros, producto de la indiferencia". Ignora qué se puede hacer contra ello, pero quizá por eso intenta implicarse en grupos contra la violencia de género, crear fondos para víctimas de secuestros (quiso ayudar a la otra secuestrada austriaca, Elisabeth Fritzl, en Amstetten) y está interesada en lo que sucede en Ciudad Juárez (México). "Hay cientos de personas maltratadas en este momento, ante nuestra pasividad y la de los políticos, más interesados en ganar su dinero que en servir".
¿Pero qué relación desarrolló realmente con Priklopil durante tantos años? ¿La violó? ¿Le quiso?
-Eso no es público. Lo quiero guardar para mí.
Stop. Ahí no hay paso.
-¿Sintió su muerte?
-Claro, era el único familiar para mí. Pero esa impresión se suavizó mucho con el hecho de que ese día yo era libre. Y sentí alivio. Lo que él había hecho era injusto, y yo tenía que decidir o morirme ahí o buscar mi propio camino.
-¿Por qué se suicidó?
-Porque se quedó perdido, porque sabía que podía ir a la cárcel y porque había perdido a su princesa, la que había inventado, la que había querido que fuera perfecta. Pero yo era ya otra persona.
Resulta admirable Frau Kampusch. Que tan joven y con su experiencia haya conseguido mantener una actitud tan digna consigo misma. Mantenerse firme a las presiones. Que sepa guardar silencio sobre las humillaciones sufridas. Que este libro cuente tanto sin decirlo. Y queme tanto entre las manos. Porque hay detalles que ella no da. No en el sentido que la gente busca ávida: sexo con el secuestrador. Los periódicos de medio mundo titularon: "Natascha Kampusch confiesa en su libro haber sufrido abusos sexuales". Abusos, sí. La palabra "sexuales" o no la emplea o no la encontramos. "Tal como está contado en sus páginas es como debe ser. Hay información añadida que es para mí, que quiero ahorrar a mi familia". Y otra omisión: la religión. Apenas habla de Dios. ¿No es religiosa? ¿No necesitó buscar consuelo en su situación? "Uhmm, buena pregunta. No sé si lo soy. Pienso que Dios está siempre conmigo".
La conversación deriva hacia el futuro. "Ahora sigo aprendiendo a adaptarme a la vida social, a reaccionar ante la gente y las críticas". Acaba de terminar la escuela y quiere formarse como joyera tras los estudios secundarios. Dice que sí, que recuperó "debidamente" la relación con su familia tras el shock de su reaparición; y que de novios, nada de nada, no le interesan ni el estilo chupasangres Robert Pattinson ni el madurito Clooney, y los interesantes a su edad, "no abundan". ¿Pero los ha tenido? "Pregunta personal". Stop. ¿Una relación con un hombre? La limitaría. Prefiere buenos amigos. Las revistas se nutrieron ya de su supuesta relación con un aristócrata, asunto que ella desbroza ahora, un puro show de nobles y famosos aduladores, bailes de la ópera, clasicismo vienés interior y exterior. Pasa parte de su tiempo rodeada de asesores y guardaespaldas, las amigas tampoco abundan. ¿Quizá por su carácter difícil y controlador? "Sí, quizá soy muy exigente con los demás. Pero ya aprendí que no es posible controlarlo todo, ni satisfacer a la gente o entender sus contradicciones". Se siente mejor junto a otros que sola. "Pero no cuando tengo que satisfacerles". La obligación le pesa como una losa.
Finalmente, salimos a un parque del centro de Viena para tomar las fotos. El ambiente es gélido. Los pájaros patinan en el lago y se divierten volando alrededor nuestro. Frau Kampusch debería pasar inadvertida. Pero algunas personas la reconocen al instante. Sobre todo hombres mayores. Y hay miradas que no cuadran. Es una sensación que ella tiene a veces, según comenta. Como en aquella visita que hizo un día a una conocida escuela privada: "Allí estaban todos esos chicos ricos, bien vestidos, musculosos. Pensé, porque lo sentí, que ellos creían que yo me merecía haber estado encerrada". Uff, peligro, peligro, el enemigo interior acecha. Ella se ríe. Lo sabe. ¿No sería mejor que fuera preparándose ya para dejar de ser conocida? Frau Kampusch estira entonces coqueta su abrigo negro y responde divertida: "Sí, me puedo operar y cambiarme entera para lucir como Britney Spears. Así seré famosa también, pero la gente me hablará como a Britney y no como a Natascha". Horror.
'3.096 días', de Natascha Kampusch, editado por Aguilar, se publica el 16 de febrero
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