Jugar al fútbol sin burka
Palwasa tiene 20 años y es defensa central. Se mueve con autoridad, anticipa muy bien las jugadas y tiene buen toque de balón. No ha oído hablar de la película 'Quiero ser como Beckham' porque nunca va al cine
La esperanza en lugares tan castigados como Afganistán se alimenta de gestos, de detalles aparentemente nimios que para nuestro mundo componen lo ordinario y en el suyo resultan apariciones de lo extraordinario. Tres veces por semana, un grupo de jóvenes afganas se viste de corto, eso sí, con las piernas bien tapadas, y entrenan a las órdenes de Mohamed Yasin en un patatal llamado con exageración campo de fútbol en el cuartel general de la Fuerza Internacional de Asistencia y Seguridad (ISAF), encabezada por la OTAN. Son la selección nacional femenina de un país que carece de costumbre de Estado y en el que la tradición, y a veces la ley, encierran a la mujer bajo un burka. Han jugado en el extranjero: Pakistán (quedaron segundas en una liguilla), Jordania y Alemania y están a la última de las noticias relacionadas con su deporte favorito.
Palwasa tiene 20 años y es defensa central. Se mueve con autoridad entre tanto bache y se incorpora con frecuencia al ataque. Anticipa muy bien las jugadas y tiene buen toque de balón. Dice que su jugador favorito es Kaká. No ha oído hablar de la película Quiero ser como Beckham (Bend it like Beckham) porque nunca va al cine. Cada día acude a la escuela y debe pelearse con su familia que no le gusta que juegue al fútbol. "Mi madre me defiende, pero mi padre no está nada contento. Tiene miedo de que me vean los vecinos y murmuren".
El entrador Yasim cuenta que en los partidos jugados en Alemania, un periódico local publicó una fotografía de una de las chicas con las piernas descubiertas. "El hermano vio la foto en Internet y le ha prohibido volver a jugar al fútbol".
Khanda tiene también 20 años y hoy ha jugado de portero en el partidillo que sigue a la charla y a los estiramientos. Ha encajado cuatro goles. "Yo soy defensa, pero como estoy saliendo de una lesión me han puesto de portero", se excusa. "En mi casa tampoco les gusta que juegue al futbol. Si mi padre me lo prohibiera tendría que dejarlo. Me gusta jugar y me gusta Cristiano Ronaldo. Me gusta el Real Madrid y el Barcelona".
Algunas no quieren hablar después del entrenamiento. Lo suyo no es pose de estrellas con los pendientes preñados de diamantes que se encaminan al coche de lujo, lo suyo es miedo, miedo a que se sepan sus nombres, a que la publicidad las retire del fútbol, o de la mínima cuota de libertad de la que disfrutan. Se dirigen al vestuario entre risas, comentan jugadas y se gastan bromas. Cierran la puerta y al cabo de un tiempo salen de él unas mujeres diferentes, el verdadero Afganistán. Cada atuendo delata un tipo de familia. Las hay más conservadoras con un chador hasta los pies y un hiyab prendido con alfileres que no dejar escapar un cabello; otras, muestran el carmín de sus labios y un pañuelo que cubre una parte de la cabeza. Para ellas el fútbol debe ser terapéutico, es como desenmascararse al menos tres veces por semana.
Las jugadoras reconocen que a veces entre el público hay hombres que les gritan frases sucias y desagradables. No acuden al campo para ver un balón sino las formas femeninas que condenan en casa y obligan a tapar en una cultura de doble moral. En el avión de salida de Kabul que vuela hacia Francfort algunas de las mujeres que se subieron envueltas en velos y murallas, se deshacen de ellos como si su vida fuera la de un camaleón que lucha por sobrevivir. El disfraz en Afganistán sirve para lo mismo que la ausencia de él en Occidente: para no llamar la atención en unas sociedades, la suya y la nuestra, que pese al progreso evidente, siguen regidas por códigos de propiedad, mía o de nadie. Ese machismo surge de la guerra, del poder, de la impunidad. El gran cambio está en los detalles, en una balón que rueda o en cada uno de los personajes que poblaron estos cuadernos. Ellos son el mundo que merece la pena ser liberado.
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