Hartos de trampas
Durante décadas, Israel fue el puesto avanzado de Occidente y sus valores en una región donde la democracia no estaba ni en el mapa ni en el vocabulario. Gracias a sus innegables logros, los israelíes aseguraron su prosperidad y seguridad en un contexto regional sumamente adverso. Con aquellos a los que temían o necesitaban, como Egipto o Jordania, alcanzaron la paz. Con otros, como Siria, sustituyeron las confrontaciones directas por otros conflictos de menor nivel asumidos por actores o peones interpuestos, en los territorios ocupados o Líbano. El resultado es que Israel ha disfrutado de un periodo de paz y seguridad mucho más prolongado de lo que la retórica antiisraelí dominante en el mundo árabe y musulmán habría hecho esperar.
Mientras a los israelíes se les intenta persuadir, a los palestinos se les presiona sin disimulo
El mérito, sin embargo, ha de ser atribuido a Estados Unidos, no a la diplomacia israelí. La tarea de Washington ha sido doble. Por un lado, ha puesto al servicio de Israel su excelente red de relaciones bilaterales. Desde Rabat hasta Ankara, pasando por Riad y las capitales europeas, Estados Unidos ha logrado mantener como artículo de fe el principio de que la solución al conflicto solo podría venir de un acuerdo entre las partes alcanzado libremente y sin presiones externas, relegando con ello el papel de la comunidad internacional a la facilitación de las conversaciones y, eventualmente, a la oferta a las partes de garantías externas (económicas y/o de seguridad) si finalmente se alcanzara un acuerdo.
Paralelamente, Estados Unidos ha venido bloqueando sistemáticamente cualquier intento de internacionalizar la solución del conflicto, es decir, de imponer a unas partes incapaces de ponerse de acuerdo una solución justa y duradera basada en los principios de derecho internacional más comúnmente aceptados. Así pues, cada vez que la solución al conflicto palestino ha amenazado con desbordar el marco bilateral y llegar al ámbito internacional, Estados Unidos ha acudido al rescate de Israel. Las cifras son elocuentes: entre 1972 y 2011, Estados Unidos ha tenido que ejercer su derecho de veto en nada menos que 31 ocasiones con el fin de que una resolución sobre Palestina que gozaba del apoyo mayoritario del Consejo de Seguridad no llegara a buen puerto.
La ecuación resultante es bastante evidente. Por un lado, tenemos una increíble asimetría entre el poder negociador de israelíes y palestinos (pues unos lo tienen prácticamente todo y los otros prácticamente nada). Aunque demográficamente el tiempo juegue a favor de los palestinos, política y económicamente Israel es cada día más fuerte y sus asentamientos más numerosos y asfixiantes para los palestinos. Por otro lado, la comunidad internacional hace bastante trampas en su mediación: mientras que a los israelíes se les intenta persuadir con buenas formas y sin levantar la voz, a los palestinos se les presiona y exige sin disimulo alguno. Si a todo ello añadimos las dos magníficas muletas diplomáticas (regional e internacional) proporcionadas por Estados Unidos, el resultado final (un proceso de paz estancado) adquiere bastante sentido. No cabe extrañarse de que los palestinos se hayan cansado de jugar a un juego donde todas las cartas están marcadas de antemano y se hayan dirigido a Naciones Unidas a que les proporcione una baraja de cartas nueva.
El gran revuelo desatado por la petición de Abbas de que Palestina sea reconocida como miembro de pleno derecho no es sino la prueba que confirma la hipocresía de Estados Unidos y de gran parte de los miembros de la Unión Europea, otra vez patéticamente divididos en un asunto clave para su relevancia internacional. Cuando más de 122 miembros de Naciones Unidas ya reconocen bilateralmente al Estado palestino, las presiones europeas sobre Abbas para que se eche atrás en su petición de lograr un estatuto de pleno derecho y se conforme a cambio con un estatuto de no miembro, amputado, entre otras cosas, de la capacidad de litigar ante la Corte Internacional de Justicia, resultan un sarcasmo.
Por un lado, se hace el trabajo sucio a Estados Unidos para que Obama no tenga que desprestigiarse vetando una resolución mayoritaria del Consejo de Seguridad. Por otro, se hace el trabajo sucio a Israel impidiendo que los palestinos acudan a la justicia internacional (no vaya a darles la razón). A cambio, se espera, Netanyahu congelará los asentamientos, volverá a la mesa de negociaciones, tratará a los palestinos de igual a igual y aceptará la solución de dos Estados en menos de un año. Todo ello, por las buenas, sin presión estadounidense y en un año electoral para Obama. No parece que Abbas tenga tanto sentido del humor.
Twitter @jitorreblanca
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