Falso dilema sudanés
El pasado miércoles, la Corte Penal Internacional (CPI) ordenó el arresto del presidente de Sudán, Omar al Bashir. Se le imputan siete cargos relacionados con la muerte de más de 300.000 civiles en Darfur: cinco por crímenes contra la humanidad (asesinato, exterminio, deportación forzosa, tortura y violación) y dos por crímenes de guerra (ataques a civiles y saqueos). La Corte no ha secundado, sin embargo, la petición del fiscal de incluir dos cargos por genocidio ya que no considera que, tal y como exige el artículo sexto del Estatuto de Roma, por el que se fundó la Corte, las pruebas presentadas revelen la intención del Gobierno sudanés de "destruir, en parte o en su totalidad" los grupos étnicos Fur, Masalit y Zaghawa. Con ello, la Corte cierra un círculo que se abrió en mayo de 2007 con las órdenes de arresto de Ahmed Haroun (ex ministro del Interior) y Ali Kushayb, supuesto líder de la milicia janjaweed de la cual el Gobierno de Jartum se valió durante los cincos años (2003-2008) que duró la campaña de terror en Darfur.
Chocan los fines de la justicia (situados en el orden moral) y los fines de la diplomacia (en el práctico)
La decisión ha sido recibida con más preocupación que alegría. Se argumenta que la orden de arresto radicalizará aún más al régimen de Bashir y hará descarrilar definitivamente las ya sumamente frágiles negociaciones de paz entre el Gobierno y los varios movimientos guerrilleros que controlan el sur y oeste del país. Desde esta perspectiva, la represalia adoptada por el régimen sudanés, que ha procedido a expulsar del país a 13 ONG que prestan ayuda humanitaria no haría sino confirmar la difícil convivencia, cuando no la incompatibilidad más radical, entre los fines de la justicia internacional (situados en el orden de lo moral) y los fines de la diplomacia (situados en el orden de lo práctico).
Es innegable que estas consideraciones merecen cierta atención, especialmente cuando se predican sobre un transfondo dominado, primero, por una (comprensible) mala conciencia por el pasado colonial europeo y, segundo, por una duda (razonable) acerca de si no estaremos ante un nuevo episodio que prueba el doble rasero con el que se aplica la justicia internacional. Que Estados Unidos se permita ponerse del lado de los que imparten lecciones de justicia internacional después de lo que ha caído en estos últimos años (desde Guantánamo a Irak), cuando, para colmo, ni siquiera ha ratificado el estatuto de la Corte Penal Internacional y sigue garantizando la más absoluta impunidad de Israel, debilita sin duda la causa de la justicia internacional.
Pero todo esto no anula las motivaciones de la Corte, ni debe detener sus procedimientos, como ha solicitado la Unión Africana, que se ha movilizado para pedir al Consejo de Seguridad que suspenda el procesamiento de Bashir para dar tiempo a las conversaciones de paz. Como ocurre siempre en estos casos, los sofisticados argumentos de los abogados acerca de sus clientes chocan con la transparencia y brutalidad de las acciones de los acusados. Que después de alimentar un conflicto que ha dejado más de 300.000 muertos y dos millones y medio de refugiados, Bashir se permita expulsar a unas agencias de las que dependen para alimentarse más de un millón de personas confirma que no ha entendido nada de lo que le está pasando. En realidad, muy bien pudiera ocurrir que el Consejo de Seguridad se viera obligado a activar el principio de la responsabilidad de proteger y actuara contra el régimen de Jartum si éste sigue desentendiéndose de la suerte de sus ciudadanos.
El procesamiento de Bashir es pues una buena noticia: confirma que la impunidad retrocede, y que la justicia, aunque lentamente, progresa. La Corte mantiene abiertos tres casos más (en Congo, Uganda y la República Centroafricana) contra señores de la guerra africanos, en todos a petición de los Gobiernos en cuestión, que sí que creen en la legitimidad y utilidad de la Corte (20 Estados africanos estuvieron entre los promotores de la Corte y más de treinta ratificaron su estatuto posteriormente). Además, la reciente creación de un tribunal internacional para juzgar el asesinato del primer ministro libanés, Rafiq Hariri, o las severísimas condenas a los responsables serbios de la limpieza étnica en Kosovo demuestran que, por fin, la justicia internacional se abre camino por encima del sacrosanto principio de la soberanía.
Como ha recordado Desmond Tutu, el surafricano Premio Nobel de la Paz, es la ausencia de justicia la responsable última de que no haya paz. Por ello, aunque muchos consideren que la judicialización de las relaciones internacionales puede ser contraproducente para la paz, la realidad puede más bien ser la contraria: en el fondo, separar la diplomacia de la justicia contribuye a garantizar que la impunidad por los crímenes de guerra nunca pueda ser parte de las negociaciones diplomáticas, tentación siempre presente. Como se ha puesto de manifiesto esta semana, quien tiene un problema llamado Bashir es el régimen sudanés, no la comunidad internacional.
jitorreblanca@ecfr.eu
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