El horror se llama Hebrón
Hebrón, ciudad palestina de unos 130.000 habitantes árabes y 500 colonos judíos, está sólo a 36 kilómetros de Jerusalén, pero llegar a ella es una aventura de contornos kafkianos, que puede durar muchas horas. El mapa indica que hay varias entradas posibles a Hebrón, pero, en la realidad, muchas de esas entradas están clausuradas con grandes piedras o altos de basura o con barreras militares, en las que, como en el juego infantil de "el paraíso" ("¿Es aquí el paraíso?". "No, en la otra esquina") los soldados de guardia, muy amables, despachan al automovilista a otro checkpoint diez o veinte kilómetros más allá que, por supuesto, resulta también cerrado. Después de un par de horas de este juego deprimente optamos por intentar algo que parecía improbable: llegar a la ciudad cruzando por el asentamiento de Kiryat Arba. Lo conseguimos gracias a la aptitud persuasiva del novio de mi hija Morgana, que nos acompañaba y que es judío y habla hebreo.
Montan expediciones para invadir sus viviendas y destrozarlas
Saben que no deben salir jamás al jardín ni al huerto
Su optimismo es tan genuino que me contagia: sí, sí, hay esperanza
Los asentamientos son el meollo del problema palestino-israelí
El asentamiento de Kiryat Arba, con sus elegantes edificios y avenidas arboladas, almacenes, farmacias, jardines y casitas primorosas, todo de una limpieza inmaculada, da la impresión de ser uno de esos suburbios estadounidenses para gente muy próspera y no un lugar que está en el corazón del más tenso y conflictivo rincón del Medio Oriente. Hebrón, en cambio, es la imagen de la desolación y el dolor. Hablo del llamado sector H-2, la parte más antigua de esta antiquísima ciudad -una quinta parte del total-, que está aún bajo control militar de Israel y donde se hallan incrustados los cuatro asentamientos donde viven unos quinientos colonos. En esta zona se halla uno de los lugares más santos para el Judaísmo y el Islam, la llamada Tumba de los Patriarcas, donde, en febrero de 1994, el colono Baruch Goldstein ametralló a los musulmanes que allí oraban, matando a 29 e hiriendo a varias docenas más.
Es para proteger a estos colonos que toda la zona está erizada de barreras, campamentos y puestos militares y recorrida por patrullas israelíes. Pero, tal como van las cosas, esa movilización será dentro de poco bastante innecesaria porque ese sector de Hebrón, donde se lleva a cabo una sistemática limpieza étnica o religiosa, quedará sin vecinos árabes. Su mercado es varias veces centenario y, al parecer, cuando las tiendas estaban abiertas y acudían compradores era tan multicolor, variado y atestado como el de Jerusalén. Ahora está vacío y con las puertas de todos los comercios selladas. Recorriéndolo, uno se siente en el limbo. Y también cuando camina por las desiertas calles de los contornos, con todas las fachadas clausuradas con placas metálicas y en cuyos techos se divisan de tanto en tanto puestos militares. Las paredes de todo este barrio semivacío están llenas de inscripciones racistas "Muerte a los árabes" y también de insultos y amenazas a Sharon, por la desactivación de Gaza. Frente al cementerio hay una inscripción homicida: "Sharon: Rabin te espera aquí".
El periodista Gideon Levy, del diario Haaretz -un magnífico periodista y un excelente diario, por lo demás- a quien conocí mientras recorría Hebrón, señala en un artículo del 11 de septiembre que en los últimos cinco años unos 25.000 residentes han sido erradicados de sus hogares en la zona H-2 de la ciudad. Y sólo en el barrio de Tel Rumeida, donde está el asentamiento de este nombre, de las 500 familias árabes que allí residían quedan apenas 50. Lo extraordinario es que éstas no se hayan marchado todavía, sometidas como están a un acoso sistemático y feroz de parte de los colonos, que las apedrean, arrojan basuras y excrementos a sus casas, montan expediciones para invadir sus viviendas y destrozarlas, y atacan a sus niños cuando regresan de la escuela, ante la absoluta indiferencia de los soldados israelíes que presencian estas atrocidades. Nadie me lo ha contado: yo lo he visto con mis propios ojos y lo he oído con mis propios oídos de boca de las mismas víctimas. Y tengo en mi poder un vídeo donde se ve la espeluznante escena de niños y niñas del asentamiento de Tel Rumeida apedreando y pateando a los escolares árabes y sus maestras de la escuela "Córdoba" (Qurtaba), del barrio, quienes, para protegerse unos a otros, regresan a sus hogares en grupo en vez de hacerlo de manera individual. Cuando comenté esto con amigos israelíes, algunos me miraron con incredulidad y vi en sus ojos la sospecha de que yo exageraba o mentía, como suelen hacer los novelistas. Ocurre que ninguno de ellos pisa jamás Hebrón ni tampoco lee a Gideon Levy, a quien consideran el típico judío "judeófobo y antisemita".
Para llegar a la casa de Hashem al-Gaza, o a la de cualquiera de sus vecinos árabes, no es posible hacerlo por la puerta principal, pues está bloqueada con altos de inmundicias y piedras que arrojan contra ella los colonos, instalados en un asentamiento que sobrevuela todo el barrio. Hay que hacerlo por la parte de atrás, escalando la empinada colina poco menos que a gatas, como una cabra, y deslizándose muy de prisa por la pequeña huerta y el jardín, también cubiertos de desperdicios y excrementos, igual que los techos. Pero, a pesar de ello, y de tener tapiadas las ventanas por temor a los proyectiles de los irascibles vecinos, el interior de la casa de Hashem al-Gaza es cálido y confortable.
Es un hombre de 43 años, alto y escuálido, que nos ofrece té y nos presenta a sus dos hijos, de siete y dos años. La niña, Raghad, va a la escuela, y ella y sus primos Jannat, Yundus, Yousef y Ahmad, también del barrio, han sido agredidos muchas veces al venir de la escuela por los niños del asentamiento Ramat Ishay. Están bien entrenados y saben que deben venir siempre juntos, a la carrera, procurando utilizar los ángulos muertos de la calle. También saben que no deben salir jamás al jardín ni al huerto y vivir siempre amurallados dentro de la casa. Pero ni siquiera allí es seguro que estén a salvo. Pues, en enero de 2003, un sábado en la tarde, súbitamente 10 colonos y 3 policías israelíes irrumpieron en la casa. Encerraron a Hashem, su mujer y los niños en el interior, y, con una sierra mecánica, cortaron todas las viñas del huerto, que habían sembrado los ancestros del dueño de casa. Salimos para que me las muestre: ahí están, mutiladas y rodeadas de mierda y de detritus. "Pero, a pesar de todo, ni yo ni mi familia saldremos de aquí", afirma, con fuerza. "Si quieren, que nos maten".
Cuando digo que me parece increíble que los soldados, que tienen un puesto a pocos metros de allí, permitan a los colonos someter a los árabes del barrio a esa cacería implacable, Yehuda Shaul me explica que las instrucciones que reciben del Ejército son muy precisas: tratar de persuadirlos de que no actúen contra la ley, pero que están prohibidos de arrestarlos. Él debe saberlo: estuvo cuatro años en el Ejército y llegó a tener un puesto de comando. Es un muchacho grueso y apasionado, de apenas 22 años, pero parece mucho mayor, por la intensidad con la que vive y habla. Es uno de los justos que tiene este país.
Yehuda nació en una familia muy religiosa y él lo fue también. En cierta forma lo debe seguir siendo, pues lleva en la cabeza la kipá, aunque ahora, por lo que trata de hacer, su familia ha roto con él. Era un patriota y entró al Tsahal, a hacer su servicio militar, lleno de orgullo y de entusiasmo. Debió de hacerlo muy bien, porque, cumplidos los tres años obligatorios, le propusieron que se quedara en filas y siguiera unos cursos de comando. Al volver a la vida civil, optó por lo que hacen muchos jóvenes israelíes: el viaje a India. Un viaje lustral, para descansar, meditar, y limpiarse la cabeza. Para él, ese viaje significó también cambiar de piel y de ideas, y volver a Israel poseído de un designio temerario: romper el silencio sobre la verdadera función del Ejército en Gaza y en los territorios ocupados. "En India, el recuerdo del terror que vi en los ojos de los niños palestinos, el de las mujeres de las casas que invadíamos, de los hombres que golpeábamos o matábamos no me dejaba dormir. Si no hubiera hecho algo, no hubiera podido seguir viviendo".
Con un grupo de 64 ex soldados como él (seis de los cuales aceptaron dar testimonio mostrando sus caras) Yehuda Shaul fundó la organización Breaking the Silence (Romper el Silencio) que ahora, me dice, tiene cerca de 300 adherentes, todos hombres y mujeres que han pasado por el Ejército, decididos a denunciar los excesos y violencias cometidas por el Tsahal en los territorios ocupados. Publican un boletín, reúnen material informativo, recogen testimonios, y el año pasado hicieron una Exposición fotográfica en Tel Aviv que visitaron varios millares de personas. Estamos conversando en una placita de Hebrón sombreada por sauces y una señora que está en la banca del lado de pronto reconoce a Yehuda y lo insulta, indignada. Él no se inmuta y con objetividad traduce: "Me ha llamado el desintegrador de Israel".
"No soy un pacifista", me dice, "tampoco un político. No estoy afiliado a partido alguno y nunca lo estaré. Lo que hacen los colonos, aquí y en otras partes de los territorios, es una distorsión total de mi religión. Sólo queremos abrir los ojos del gran público. La inmensa mayoría de los israelíes no sospechan siquiera los horrores que perpetra el Ejército con los palestinos. Las torturas, los asesinatos, los abusos que se cometen a diario. Los asentamientos de colonos son la fuente de todos los problemas".
Cuando le oí decir lo mismo hace unos días a la escritora y periodista Amira Hass en la bella terraza del Hotel Aldeira, de Gaza -el único lugar que admite ese adjetivo en esa desventurada y feísima ciudad-, que los asentamientos son el meollo del problema palestino-israelí y el obstáculo más grave para poder resolverlo, dudé. Pero ahora, 10 días después, luego de haber visto y oído tantas cosas, creo que ambos tienen razón. Los asentamientos no son pasajeras operaciones que puedan ser desmontadas fácilmente, como se podría creer luego de lo ocurrido en Gaza. Allí, las 21 colonias y sus 8.500 ocupantes han podido ser desalojados, luego de una espectacular movilización de todo el Ejército de Israel. Pero en Cisjordania hay casi 200.000 colonos y centenares de asentamientos, algunos de los cuales se han convertido, como Kiryat Arba, en verdaderas ciudades equipadas con todos los servicios y adelantos más modernos, de altísimos niveles de vida y armadas hasta los dientes, cuyos pobladores son, en su gran mayoría, militantes religiosos y nacionalistas, convencidos de que están allí cumpliendo un mandato divino y dispuestos a cualquier extremo para impedir que los despojen de una tierra que, según ellos, Dios entregó a Israel. Si se suma estos colonos a los que ocupan los asentamientos construidos en Jerusalén Este y alrededores, el número sobrepasa los 400.000.
Todos los Gobiernos israelíes, de derecha o de izquierda, han fomentado, aprobado o se han resignado a la proliferación de estos asentamientos en las tierras ocupadas desde que, en 1967, Israel las invadió. Curiosamente, a veces han sido los Gobiernos que parecían más dispuestos a llegar a un acuerdo con los palestinos, los que más hablaban de la paz, como los de Rabin y de Ehud Barak, los que fueron más tolerantes con la apertura de colonias. Durante el Gobierno de Barak, por ejemplo, el número de asentamientos se duplicó en Cisjordania. Lo cual quiere decir, seguramente, que tanto laboristas como conservadores fueron siempre incapaces de aceptar de verdad, con todo lo que ello implicaba, que a cambio de la paz Israel debería abandonar todos los territorios marcados por las fronteras de 1967.
Muy pocos vieron esto cuando se firmaron los acuerdos de Oslo de 1993. En ellos, no se hacía siquiera mención del asunto espinoso de los asentamientos. "Y por eso", dice Amira Hass, "estaban condenados a fracasar". Ella fue una de las pocas personas de la izquierda israelí que no sólo no se entusiasmó con aquél acuerdo que todos los pacifistas y progresistas de Israel celebraron como una gran victoria. Y, por eso, a Amira Hass no le sorprendió nada que pocos años después de firmados todo fuera para peor.
Se trata de una extraordinaria mujer, a la que quise conocer desde que leí el primer artículo suyo, en Haaretz. Hija de dos sobrevivientes del Holocausto y militantes comunistas, estudió en la Universidad Hebrea de Jerusalén y pasó dos meses en la Rumania de Ceausescu, lo que, dice, la vacunó para siempre del comunismo. Trabaja desde hace años en Haaretz. En 1993 se fue a vivir en los territorios ocupados, primero Gaza y luego Ramallah, donde todavía reside, porque "quería saber cómo era sentirse aplastada por un Ejército colonizador, obligada a pedir permisos para trabajar, para viajar, para moverme dentro de la misma ciudad". Ha aprendido el árabe que, advierto, habla con total desenvoltura. Sus artículos son siempre minuciosamente documentados y, todos ellos, animados de un poderoso aliento moral, de una voluntad de justicia que estremece al lector. Recomiendo a toda persona que quiera saber qué significa vivir bajo una dominación colonial leer su libro Drinking the sea at Gaza (1996) (Bebiendo el mar en Gaza), uno de los más tristes y vibrantes que haya leído en mucho tiempo. Es otro de los justos de Israel.
Por culpa de los asentamientos, dice, se ha ido construyendo el sistema de dominación de la población palestina en Israel. Es un sistema opresivo, por una parte, y, por otra, profundamente corruptor. Pues, al establecer categorías distintas entre la población ocupada, algunos obtienen más permisos, otros menos, y los demás ninguno. Esto les impide actuar de una manera coordinada y enfrenta a unos contra otros, en busca de los pequeños privilegios que concede el ocupante. Amira Hass es muy pesimista con lo que pueda ocurrir después de la desocupación de Gaza. No cree que este proceso tenga continuación. "Palestina está de tal modo quebrada y cuarteada por los asentamientos que nunca será viable como una entidad soberana". Y, respecto a la Franja, sostiene que mientras Israel mantenga el control de las fronteras -aire, mar y tierra-, cerrando a los habitantes de Gaza la posibilidad de exportar y de comerciar con el West Bank, seguirán en la pobreza y la desocupación. Habla con seguridad y sin la menor truculencia. Pero cuando cuenta la sofocación y la claustrofobia que agobia a los vecinos de Gaza, y de la desesperación que padecen los refugiados, le brillan los ojos de indignación.
Me presenta a varios palestinos, que deben ser viejos conocidos suyos, pues le hacen bromas. Y le repiten que es una imprudente al seguir movilizándose sola por las calles de Gaza, de noche, ahora que se han puesto de moda los secuestros. Pero tengo la impresión de que a esta israelí que hace ya más de diez años ha elegido vivir bajo las bombas y los estados de sitio y los ataques terroristas, un secuestrador más o menos no debe quitarle el sueño.
Gracias a ella paso una de las veladas más simpáticas de toda mi estancia en la región. Me lleva a cenar donde una pareja de amigos que la alojan, en un barrio algo excéntrico de la ciudad de Gaza. Él es ingeniero y su esposa dirige una ONG que trabaja organizando a las mujeres y animándolas a defender sus derechos. Son jóvenes, modernos, guapos y, en el mundo de sufrimiento y violencia que los rodea, serenos y sensatos. Se conocieron cuando eran estudiantes becados en Praga y desde entonces, a la vez que se ganan la vida ejerciendo profesiones liberales, militan, defendiendo una opción reformista. En las últimas elecciones palestinas apoyaron la candidatura de Mustafá Barghouthi. "De jóvenes éramos comunistas, pero como el comunismo ya se murió, ahora somos lo que queda: moderados, centristas, reformistas, eso". Hacen bromas y no sólo ponen una buena cara a lo que pueda venir sino que su optimismo es tan genuino que me contagia: sí, sí, hay esperanza, algo bueno ha pasado con la salida de los colonos de Gaza y no es imposible que siga pasando.
mañana, capítulo 5: Los creyentes
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