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La lucha contra el terrorismo

El etarra que sólo sabía sumar muertos

Txeroki se sirvió de su talante sanguinario para ascender en la banda

Sus amigos pensaban que Garikoitz Aspiazu, Txeroki, iba para dirigente político abertzale, y que por esa razón no quería meterse en la primera línea de la kale borroka. Su ficha policial aparece casi inmaculada en materia de sabotajes y siempre mantuvo un perfil discreto. "Mientras estaba en el instituto de Txurdinaga era el que negociaba con el director o los profesores. Nunca en la bronca", recuerdan en el barrio de Santutxu de Bilbao, donde se crió el que fue jefe militar de ETA durante los últimos cinco años.

"Ha engordado, sí. Y se ha hecho mayor. No me extraña, todo el día comiendo de latas en la clandestinidad". El ertzaina que habla se conoce al dedillo la historia del etarra. Gari Patillas. O Arrano. O Txeroki. El Indio, para los servicios de información antiterroristas. Txeroki es un despiadado terrorista que en sus 35 años de vida nunca ha jugado a la pequeña. Su historia en ETA se escribe de órdago en órdago.

Un edil del PP dice que el etarra era discreto y que nunca le insultó
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Son las seis de la tarde del jueves en Santutxu, un barrio obrero de Bilbao de 35.000 habitantes y, en su día, vergel para el movimiento radical de apoyo a ETA. El que vio crecer a Txeroki. El padre Román, párroco de San Francisquito, vuelve a su iglesia. En sus locales, Txeroki hizo la catequesis, justo frente al séptimo piso de una de las torres de Juan Gardeazabal, donde viven los Aspiazu Rubina. Hace unas horas, el párroco se ha encontrado con el padre de Txeroki.

-¿Qué tal está el chaval?

-No sabemos nada, sólo lo que hemos leído en los periódicos. Estamos intranquilos, preocupados. Y nos han dicho que hasta que no pase el viernes

[cuando declaró ante la juez antiterrorista francesa Laurence Le Vert] no vamos a poder verle.

Los padres nunca terminan de acostumbrarse a la falta de un vástago. "Un hijo siempre es un hijo", añade el padre Román con sus ojos saltones. Aunque tenga la biografía de Txeroki. Son diez años de ausencia. Colándose únicamente en la casa de sus padres a través de los telediarios y las terribles noticias de atentados y asesinatos que la policía atribuye al jefe militar de ETA ahora entre rejas.

Rubina pasó a la clandestinidad forzosa en agosto de 2000, al explotar el coche que conducía el entonces jefe del Vizcaya, Patxi Rementeria, con medio comando dentro. Y para diciembre de 2003, ya se había convertido en el jefe del aparato militar.

Carlos García, joven edil del PP, ha cruzado mil veces su mirada con la de Txeroki. "Era un ciervo más [mote policial con el que se conoce en Euskadi a los jóvenes de la gasolina y la barricada], un batasuno. Uniformado, con sus aros en las orejas, el pelo largo por detrás y esas patillas. Inconfundible. Pero muy discreto. Mientras otros del barrio me amenazaban o me han llamado fascista, español, él nunca me dijo nada, aunque sabía perfectamente quién era. En esos momentos no piensas que va a llegar a ser el jefe militar de ETA". La casa de Carlos está casi pared con pared con la de Txeroki. La calle Juan Gardeazabal separa ambos inmuebles.

La discreción de Aspiazu -el policía vasco prefiere hablar más de una "profunda desconfianza" que en clandestinidad se transformó en obsesión por su seguridad- mantenía a Txeroki en la reserva. Como si él mismo supiera desde entonces que su reino no era el de la kale borroka y fuera ya consciente de que estaba predestinado a jugar en la liga de campeones del terrorismo etarra. Donde la ceguera humana, el adoctrinamiento y el odio hacen posible lo más abyecto: vaciar a sangre fría el cargador de su nueve milímetros contra un magistrado, enviar desde Francia una furgoneta con 500 kilos de explosivo, exigir a uno de sus terroristas "un muerto encima de la mesa" para insuflar moral a la tropa, criticar abiertamente a la dirección de ETA por "falta de ekintzas (atentados)" o volar la T-4 y de paso el proceso de paz. Esa hoja de servicios (y más), según la policía, compone el rompecabezas de los sucesivos órdagos de Txeroki en la banda terrorista. Y todos esos honores militares, cargados de víctimas, dolor y destrucción, cuelgan de la pechera manchada de sangre del general etarra.

Atrás queda su meteórico paso por los estudios de educación física en Vitoria en el IVEF a principios de los 90. "Era un fanático del deporte", recuerda el ertzaina y experto en lucha antiterrorista. Machacándose su figura atlética en un gimnasio bilbaíno o dando clases en una ikastola del barrio, sin olvidar su paso por el bar Ziburu de Bilbao la Vieja, donde servía copas, Aspiazu debió ir tomando la decisión de dar el salto definitivo tras el fracaso de la tregua de Lizarra (1998-1999). De calibrar lo inservible de la vía negociadora con el Estado. De apostar por enterrar a golpe de muertos, muchos, y de kilos de amonitol, la pipa de la paz.

En los archivos de la policía vasca hay una instantánea en blanco y negro de mala calidad. Es de julio de 2000, un mes antes de que Txeroki huyera a Francia. Aparecen Aspiazu y su novia oficial, Amaia Urizar de Paz, esperando a la salida del juzgado de guardia a Óscar Pérez Fernández Txibo, un borroka de Santutxu que luego se integraría en ETA.

"Txeroki no se manchaba con el cóctel, pero recibía a la salida de los juzgados a los detenidos por kale borroka", apunta el agente. Una costumbre que ya en la jefatura de los comandos convirtió en marca de la casa: dar el bautismo de fuego al pie de la frontera a los terroristas que enviaba a España a matar.

Su vida en ETA ha sido el órdago a mayor, hasta imponerse internamente a la vieja guardia antes y después del fallido proceso del final de la violencia abierto en marzo de 2006. Cuando era un activista del comando Olaia (2001 y 2002), Txeroki puso un coche bomba el primer sábado de rebajas de enero. En hora punta y a pocos metros de El Corte Inglés, en pleno centro de Bilbao. 14 heridos. Pudo haber sido una tragedia. Hasta Arnaldo Otegi, con la boca pequeña y siempre fuera de micrófono, cuestionó ese atentado tras una entrevista de radio.

En febrero de 2004, apenas dos meses después de alcanzar los galones de jefe militar de ETA, envió una furgoneta cargada con 500 kilos de explosivo para hacerla explotar en Madrid por las elecciones generales. No logro su objetivo. Siempre en momentos clave -falta de atentados, conversaciones con el Gobierno socialista- ardía la sangre más guerrera por las venas del Indio. Sin reposo posible para él, que cada 15 días, obsesionado por su seguridad, levantaba el campamento. Y vuelta a empezar.

Son las ocho de la noche del jueves. En la entrada de la herriko taberna de Santutxu hay pegada una foto de un joven Aspiazu sonriente, con sus imponentes patillas. Su reciente detención en Cauterets ha hecho viejo de un plumazo un cartel reciente en favor de los presos del barrio pegado frente a la herriko: 2007=10 presos, 2008=22 presos, 2009... ¿Cuántos?

Garikoitz Aspiazu<i>, Txeroki</i>, el pasado 19 de noviembre.
Garikoitz Aspiazu, Txeroki, el pasado 19 de noviembre.

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