El día más largo, la noche más corta
Los protagonistas del triunfo socialista en 1982 recuerdan aquella fecha, 25 años después
Fue día de otoño suave, un día moderado, de clima amable. Quizás por eso no se desató ni la euforia ni el triunfalismo. Por no haber, no hubo ni brindis en público, por aquello de la sobriedad que debía suponerse en los líderes de la izquierda y también para que nadie se sintiera ajeno a lo que quedaba por delante. Eso no quiere decir que, en privado, Felipe González, cuando supo que iba a gobernar España, no se dejara seducir por un traguito de champán en cuanto se enteró del resultado. 202 diputados en el Congreso: el mayor triunfo electoral de la historia de la democracia.
Pero de aquel brindis clandestino no quedan fotos. Aunque las hubo, Felipe pidió por favor que no se mostraran. De ese día de tensa espera en casa de su íntimo colaborador entonces, Julio Feo, la sombra de González por aquel tiempo, quienes estuvieron alrededor recuerdan la tensa calma con la que el líder socialista esperaba el equipaje de su destino: "Lo más curioso fue lo poco que habló, hasta durmió la siesta", recuerda hoy Julio Feo. "Estaba tranquilo, como si supiera y ya estuviera hecho a la idea de lo que el futuro le deparaba", añade Pablo Juliá, que le tomó todas las fotos ese día para EL PAÍS y que conoce a González desde la época del clan de la tortilla, una imagen que también es suya.
Por la mañana, Felipe y Carmen Romero habían votado en el madrileño barrio de la Estrella, donde vivían. Después se camuflaron. ¿Dónde? La casa de Julio Feo, en Canillejas, era el lugar ideal. "En un piso habría sido imposible pasar desapercibidos, así que decidimos ir a mi casa, que era un chalé. Por aquel entonces, yo era el único de los nuestros que tenía un chalé", recuerda Feo.
La memoria le flaquea para los detalles, aunque lleva 250 folios de un libro sobre lo que ha sido su vida y que espera sacar el año próximo. "Creo que va a ser bastante jugoso", anuncia.
Había sido una campaña dura, intensa. La campaña del cambio. Julio Feo fue una pieza clave que aplicó a las técnicas de la democracia naciente todo lo que había aprendido en sus años como intérprete de la Casa Blanca. Felipe González confiaba plenamente en él. Feo le organizaba todo, los mítines, los actos, el descanso, las comidas. El médico, José Luis Moneo, y el propio Feo permanecían constantemente a su vera. "Al final tuvo problemas de voz, pero lo más curioso es que se le fastidió la mano de los apretones y hubo que protegérsela", recuerda el colaborador.
Al poner la mesa, el líder ya parecía olerse el triunfo. Cuando alguien preguntó los que iban a ser para colocar los platos, el líder soltó: "200 en el congreso y 8 para comer". Almorzaron tranquilamente, Felipe descansó, luego estuvieron matando el tiempo, puro va, puro viene, mientras Alfonso Guerra cocinaba la estrategia a seguir en el día desde la oficina especial que habían montado como cuartel general de las elecciones en la calle Bravo Murillo. En casa de Julio Feo habían puesto un teléfono cuyo número sólo conocían Guerra y Juan José Rosón, entonces ministro del Interior. El 2000104. Sonaría para las urgencias y para los resultados. Después de que se cerraran las urnas saltó el ring. Era Guerra con sus cálculos. Clavados. "Lo cogí y Alfonso me dijo: 'Ponme con el próximo presidente del Gobierno de España", dice Feo.
PSOE, 202; UCD, 13; AP, 101; PCE, 4; CDS, 2; PNV, 9 / 8; HB, 3; CiU, 13; ER, 1... Apenas variaron. Estaba claro que aquella noche ganaron dos: PSOE y AP, el par de formaciones que polarizarían un suave bipartidismo todavía vigente en España. Hoy Guerra lo ve así: "Es cierto, mirándolo con perspectiva, hubo dos ganadores", cuenta. El protagonismo entonces de quien después sería vicepresidente del Gobierno fue crucial. Los periodistas que cubrían aquellos acontecimientos todavía recuerdan cómo dio de lleno con los resultados antes de que el ministro del Interior ofreciera los oficiales: "Nos inventamos un método. Yo había dicho a nuestros representantes en 1.750 mesas de varios municipios elegidos a conciencia, esos en los que se repiten los patrones generales del país, que llamaran con los resultados de los 50 primeros votos escrutados", recuerda Guerra. "Cuando tuve el 10% lo metí en el programa que habíamos diseñado nosotros mismos y me salió el resultado".
Menuda papeleta para Rosón. "Aquel hombre lo pasó fatal. Me llamó para hacerme una confesión directísima. Me preguntó: 'Alfonso, ¿tienes algo?'. Se nos ha caído el programa y no contamos con nada. Yo le dije que sí, pero que sería tremendo que usara nuestras cifras como oficiales y luego las tuviera que desmentir, así que le puse una condición: que me dejara a mí contarlo antes", recuerda Guerra. Después de soltar lo suyo, Guerra fue al Palacio de Congresos. "Fue gracioso ver a Rosón ofrecer los resultados que yo le había dado antes...".
Hacia las 11 de la noche, todos al Hotel Palace. Felipe y los que habían pasado el día junto a él entraron por la puerta trasera. Un ascensor le subió directamente a la habitación desde la que saludaría a los simpatizantes después en la famosa foto que marcó una fecha. Aparecían Felipe y sus más directos colaboradores en la habitación 101, la misma que ahora alberga a la dirección del hotel. Allí ya trabajaba entonces Jacinto Vela, hoy maitre del establecimiento, que aquel día se encargó de servirles sándwiches y bebidas. Hoy, Vela recuerda pocas cosas. "No habría mucha gente con ellos, en total unas siete personas. Puedo decir que esa noche, pese a trabajar hasta muy tarde se me hizo muy corta, no como la del 23-F, que se nos hizo larguísima", recuerda el empleado.
Después, todos bajaron a la rotonda donde se celebraba la fiesta. Felipe siempre se mostró contenido. En mitad de los abrazos, los besos, las lágrimas. Parecía que el resultado les abrumaba, que les asustaba tanta entrega. "Estamos dispuestos y preparados para asumir la responsabilidad que el pueblo español nos ha confiado...", decía Felipe, en tono pausado. "Ningún ciudadano debe sentirse ajeno a la hermosa labor de modernización, de progreso y de solidaridad que hemos de realizar entre todos ...", se escuchaba también en las pantallas que el Ayuntamiento de Tierno Galván había instalado en la Plaza Mayor desde las que antes, para matar el tiempo, habían proyectado Sopa de ganso, de los Hermanos Marx.
Era un día en el que muchas heridas se cerraban. "Llegaba al Gobierno un partido que había sido perdedor en la guerra", comenta Alfonso. Aunque por delante quedaba nada más y nada menos que casi todo por hacer.
La noche siguió con celebraciones. Julio Feo acabó con amigos y periodistas disfrutando por la calle del triunfo. Guerra quiso meditar. "No dormí, tampoco lo había hecho mucho durante la campaña, aunque aquella tampoco fue como la de 1977, en la que teníamos una cama en la sede y nos turnábamos". Tampoco comía demasiado. Poco más allá de unas galletas. "Precisamente para que no me entrara sueño. A la mañana siguiente me fui al Prado y me puse delante de tres obras maestras: El perro, de Goya, La anunciación, de Fra Angélico y El triunfo de la muerte, de Brueghel", cuenta el hoy diputado del PSOE. "Estar allí, delante de esas obras maestras me ayudó a situarme. 'No hay que ser soberbios', me dije. 'Busquemos la perfección de nuestro país y sus virtudes y pongámoslas en marcha", recuerda que pensó.
Después volvió a la oficina electoral para celebrarlo con sus colaboradores. Había que poner en marcha todo lo que habían planeado. "Lo teníamos todo pensado. La política, los equipos. En ese momento, España contaba con 102 embajadas, teníamos cinco nombres posibles por cada una de ellas". Todo menos el Gobierno, del que Felipe no soltaba prenda. Julio Feo estaba disponible. "Para lo que quieras", le dije. Al principio le ofreció ser portavoz. "Bien", dijo Feo. "Me puse manos a la obra". Luego, González le cambió el cometido. "Vas a ser el secretario del presidente", dijo el mandatario. "¿Y eso en qué consiste?", preguntó Feo. "En hacerme la vida fácil", respondió Felipe.
La gran incógnita era la del mismo Guerra. "Yo no quería entrar en el Gobierno, no quería seguir en política". Aquel anhelo pasado suena demasiado lejano, más cuando lo dice en su despacho del Congreso, donde todavía hoy sigue dedicado a la cosa pública. "Del poder me producía rechazo todo lo protocolario. Finalmente, acepté pero con la condición de no acudir a un solo sarao", confiesa.
De Felipe, aquella noche después del Palace, no hay rastro. Unos, como se ve, lo celebraron. Julio Feo se enfadó con su mujer y acabó, como ya vimos, de parranda. Y Felipe, ¿dónde fue?: "Desapareció", asegura Feo. "Todavía hoy no sé donde acabó. Nunca se lo he preguntado". Seguro que esa discreción fue lo que le hizo pensar a González que don Julio sería el secretario perfecto.
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