El arte de colgarse medallas
Dívar y Caamaño anuncian un refuerzo para desatascar el Supremo con año y medio de retraso
"Para ser un campeón tienes que creer en ti mismo cuando nadie más lo hace". Esa era la fórmula del éxito de Sugar Ray Robinson, uno de los más grandes boxeadores de todos los tiempos. Y esa debe ser también la de Carlos Dívar, presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, el único en la historia que no ha alcanzado aún la categoría de magistrado de esa institución.
Aunque los demás no creyeran en él, Dívar tenía fe en sí mismo, porque en su primer discurso de apertura del año judicial, en 2009 -un novato frente al Rey y toda la cúpula de la judicatura-, se lanzó a explicar que la Sala de lo Contencioso del Supremo tenía bloqueados fondos por importe de más de 6.000 millones de euros (un billón de las antiguas pesetas) en litigios pendientes. Indicó también que "esa ingente cantidad de dinero, que podría estimarse en varios miles de millones de euros más en el conjunto de todas las Salas", se encontraba congelada y no revertía en el circuito económico, bloqueando múltiples expectativas. Y dejó caer que el engorroso embrollo podía tener "incidencia directa en el funcionamiento de la economía nacional". Casi nada, en plena crisis.
Seguramente el lector pensará que, consciente del problema, alguien haría algo para solucionarlo, como por ejemplo dar prioridad a los litigios con mayores fondos bloqueados, como se hace con las causas con preso. Lo siento: nada de lo que se tenga noticia.
Dívar, pleno de fe en sí mismo, lejos de predicar el esfuerzo (que determinados magistrados del Supremo cumplieran por fin con el horario laboral), avanzó su solución: diseñar "un ordenamiento jurídico que confíe en los jueces y que elimine tantos garantismos".
No lo precisó, pero todo parece indicar que su idea era limitar tanto a los ciudadanos la posibilidad de recurrir que los asuntos nunca pudieran llegar al alto tribunal. Todo un campeón.
Y, como ya no es novato, no ha vuelto a mencionar lo de los 6.000 millones congelados, ni en la siguiente apertura del año judicial ni en ningún otro sitio o momento que se conozca. Como si se los hubiera tragado la tierra. De modo que tampoco sabemos si, como parece, la cifra ha aumentado o si milagrosamente ha disminuido, aunque si hubiera sido así probablemente alguien se habría colgado la medalla.
El caso es que esta semana el ministro de Justicia, Francisco Caamaño; el secretario de Estado Juan Carlos Campo; el presidente de la Sala de lo Contencioso, José Manuel Sieira; y el propio Dívar han dado una rueda de prensa para colgarse la medalla de que por fin se hace algo. Medallistas olímpicos, porque la medida llega al menos año y medio tarde.
Ocurre que el año que viene queremos celebrar el bicentenario de la institución, creada por las Cortes de Cádiz en 1812, y los millones congelados afean los fastos. Así que, para poner la casa al día, se nos ha anunciado un refuerzo de 19 magistrados y nueve letrados en la plantilla del gabinete técnico del Supremo, como apoyo a la Sala Tercera.
Les puede parecer poco, pero el citado gabinete contaba hasta ahora con cuatro magistrados -que no tienen la categoría de magistrados del Supremo- y 29 letrados para sacar adelante el trabajo más pesado.
La Sala de lo Contencioso está integrada por 33 magistrados titulares y tres eméritos. Es más del doble de grande que cualquiera de las otras: la Sala Civil tiene 10 magistrados; la Penal, 15 más cinco eméritos; la Social, 14 más cuatro eméritos; y la Militar, ocho.
En el acto, Dívar señaló que la austeridad es una de las características de la Justicia, pero "no debe confundirse con la pobreza". No deja de ser curioso que lo diga Dívar, que no se caracteriza precisamente por la austeridad en sus viajes a América, acompañado de sus asesores, conocidos en el Consejo como los paquestaníes, porque ¿pa qué están? Y que lo diga en el Supremo, cuyos magistrados ganan bastante más que el presidente del Gobierno. Si lo hubiera dicho de otros juzgados y tribunales, hasta tendría razón.
Algo está cambiando, porque antes las medallas se las ponían por los resultados de algo bien hecho, mientras que ahora basta con el anuncio de que se va a intentar. Como dijo en una ocasión Alexander Pope, uno de los más grandes poetas del siglo XVIII, "bienaventurado el que nada espera, porque nunca sufrirá desengaños".
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