Suárez: llave de la ruptura
El presidente del Gobierno materializó el deseo del Rey de establecer un sistema democrático
Andamos metidos de lleno en la conmemoración del 30 aniversario de las primeras elecciones generales libres, celebradas el 15 de junio de 1977. Aquella convocatoria significaba la devolución de la soberanía al pueblo español. Era el "habla pueblo, habla" de la canción Libertad sin ira del grupo Jarcha. El llamamiento a las urnas venía precedido por la amnistía general para todos los delitos políticos y también por la legalización de todos los partidos y de todos los sindicatos obreros hasta entonces prohibidos. Suponía la extinción formal del ciclo franquista. Concurrieron multitud de listas y se habló de la sopa de letras. Los electores respondieron en el centro. Por orden de llegada: la Unión de Centro Democrático (UCD) y el Partido Socialista Obrero Español (PSOE). Pese a sus trabajos de oposición a la dictadura, el Partido Comunista de España (PCE) quedó postergado. Empezaba otro amanecer, el democrático. Caminábamos hacia la recuperación de las libertades. Todo eran ilusiones a estrenar. Estallaba una verdadera fiesta de la reconciliación para desesperanza de los hispanistas siempre a la busca de prestigios edificados sobre nuestras guerras civiles. Mientras los terroristas se negaban a dar tregua alguna y preferían incitar al golpismo.
Nadie mejor para desmontar un sistema como quien tan bien lo conocía desde dentro
Prendió la chispa del consenso que tanta admiración suscitó hasta que vino el desencanto
Se confirmaba el paso alegre de la paz, después de cuarenta años de aquel régimen instalado en una victoria que nunca tuvo las alas de la magnanimidad. Que quiso inculcar a sangre y fuego el prestigio del terror, bajo la instrumentalización de las Fuerzas Armadas. Duros años de plomo de la primera posguerra, caracterizados por una feroz represión sobre los vencidos. Eso sí, con asistencia religiosa, en caso de sentencia de muerte, dispensada por la Iglesia, tan purificada por el martirio padecido como pródiga en bendiciones gratificantes a los vencedores. Claro que el transcurso del tiempo vino a confirmar que en sociología, como sucede en botánica con las plantas, hay unas instituciones de hoja perenne y otras de hoja caduca. Entre las primeras figuran tanto la Iglesia como las Fuerzas Armadas. De ahí que un oscuro instinto corporativo las impulsara a tomar distancia progresiva del régimen que les había beneficiado y que acabaran segregando curas obreros y defensores de los derechos humanos, de un lado, y militares demócratas y constitucionalistas, de otro.
En cuando a las instituciones de hoja caduca apuntemos otras que habían nacido al abrigo del régimen y que se mantenían en permanente proclama de irrevocable continuidad. Se diría que estaban siempre haciendo guardia junto a los luceros, como los sindicatos verticales o el Movimiento Nacional, pero se eclipsaron conforme se iba apagando la lucecita de El Pardo. El caso es que "cuando murió Franco el desconcierto fue grande, no había costumbre", como apuntó certero Julio Cerón. El hecho biológico, por decirlo con el eufemismo acuñado entre los adictos al régimen, se hizo coincidir con el 20 de noviembre, día del dolor por la muerte de José Antonio Primo de Rivera. Pero ni siquiera las artes probadas del yernísimo, Cristóbal Martínez Bordiú, marqués de Villaverde, pudieron lograr la prórroga de las fechas necesarias que hubieran permitido al entonces presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, ser reelegido en su decisivo puesto para otros cuatro años. El demonio está en los detalles y ese desfase de fechas fue el clavo desprendido de la herradura por la cual se perdió el caballo y que al final arrastró la derrota del franquismo declinante.
Don Juan Carlos era proclamado Rey conforme a las leyes vigentes y pasaba a ser titular de unos poderes de excepción, que habían sido diseñados para esa fantasmagórica Monarquía del Movimiento. Su discurso de aceptación estaba trenzado sobre la concordia y su disposición personal dejaba en claro que ejercería sus atribuciones de forma que le fuera posible renunciar a ellas sin crear ningún vacío de poder. Su propósito era buscar un nuevo perfil homólogo al de sus colegas reinantes al frente de algunos de los países más libres, estables y prósperos de la Comunidad Europea.
La constelación de factores antes citada permitió que Torcuato Fernández Miranda tomara el relevo en la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino, conforme a los planes todavía no explícitos del Rey. Apenas unos meses después de la confirmación ritual de Carlos Arias Navarro como presidente del Gobierno, el Rey quiso y pudo obtener su dimisión. Pero, aún más importante, logró que le fuera propuesto en la terna preceptiva para el relevo el nombre de Adolfo Suárez. Su designación, en julio de 1976, cuando contaba 44 años, se consideró decepcionante y fue saludada con comentarios como aquel de "¡Qué error, que inmenso error!". Los reformistas que se creían con mejor derecho, como Manuel Fraga o José María de Areilza, se vieron postergados a favor de un falangista de la secretaría general del Movimiento. Los pronósticos fueron aciagos. Pero aquella decisión sorprendente se averiguó tan audaz como acertada. Nadie mejor para desmontar un sistema que quien tan bien lo conocía desde dentro.
Los trabajos del nuevo presidente Adolfo Suárez resultaron impagables. Supo ir de la Ley a la Ley pasando por la Ley. Un procedimiento que muchos juzgaron exasperante pero que terminó mostrando sus virtudes y suministró argumentos de probada validez. Así pudimos salir de un régimen que pretendía haber blindado su continuidad hacia la democracia. Bordaba la escena del sofá. Sus interlocutores más que salir impresionados por haberse encontrado con el presidente del Gobierno, como les hubiera pasado con Fraga por ejemplo, se sentían realzados. Abandonaban Moncloa convencidos de la gran oportunidad que le habían brindado a quien allí ejercía de anfitrión. Supo negociar y encandilar a la oposición. Pero nadie le dio facilidades. Los terroristas desde el primer momento buscaron desestabilizarle eligiendo las víctimas que más pudieran incitar al golpismo. Hizo de la Ley de Reforma Política, sometida a referéndum, la llave maestra de la ruptura pactada. Los ultras de Blas Piñar y José Antonio Girón enfurecieron con acusaciones de traición pero la mayoría del búnker desalojó las instalaciones que ocupaba sin incidentes una vez que se sintió compensada.
Adolfo Suárez se la jugó con la legalización del Partido Comunista, que se dice pronto, porque veníamos de ser la vanguardia en la lucha contra la conspiración juedeo-masónico-bolchevique que nos amenazaba. La decisión sobrevino un Sábado Santo de 1977 con Madrid desierto y España de procesiones y playas. Se produjo entonces la objeción fulminante del Consejo Superior del Ejército y la dimisión arrastrada del ministro de Marina, sin ningún almirante en activo que aceptara relevarle. Todo ello en un ambiente internacional donde por ejemplo Estados Unidos, como acaba de subrayar Marcelino Oreja el ex ministro de Asuntos Exteriores de Suárez, no mostraba ninguna impaciencia por la democratización de España y estaba interesado en que no se legalizara el PCE. Meses antes, cuando sacó a los sindicatos de la clandestinidad, había sido el vicepresidente, teniente general de Santiago, el dimisionario.
Se oía el ruido de sables pero Suárez lo enfrentaba en soledad, asido a la alta idea que siempre tuvo de su magistratura presidencial. Puso a su lado al teniente general Manuel Gutiérrez Mellado como vicepresidente pero aquellos que se sentían destinatarios del designio del general Franco en Garabitas -cuando dijo a los excombatientes: "Todo quedará atado y bien atado, bajo la guardia fiel de nuestro Ejército"- querían seguir desempeñando la función de atadura incoercible. La transferencia de lealtades de Franco al Rey se averiguaba un proceso costoso y conflictivo entre los mandos profesionales. Al final el Ejército y las Fuerzas Armadas terminaron optando por dejar de ser de Franco y pasar a ser de España.
Adolfo Suárez era ajeno a la soberbia intelectual de muchos de sus interlocutores, que procedían de los grandes cuerpos del Estado o de las grandes familias de siempre. Sin más equipaje que su ambición, sus estudios de derecho, sus comienzos como maletero en la estación de Atocha, tenía mucha universidad de la calle, acumulaba experiencias políticas de la mano de Fernando Herrero Tejedor y después en el gobierno civil de Segovia y en la dirección general de TVE. Iba a demostrar un inigualable conocimiento del terreno y de las gentes con las que debía lidiar. Había sido un instrumento decisivo para la invención del parchís pero pasaba a ser uno de los contendientes como líder de la Unión de Centro Democrático, un partido de aluvión con más jefes que indios, tan mitificado ahora como denostado cuando competía. Lugar geométrico de todas las excelencias y de casi todas las vilezas, según la fecha que se elija para trazar el juicio. Suárez llevó a UCD a la victoria sin mayoría absoluta de 1977. A partir de aquellos resultados se estrenó un Gobierno con apoyos circunstanciales de los nacionalistas catalanes y vascos. Aquellas Cortes fueron constituyentes y allí prendió la chispa del consenso, que tantas admiraciones suscitó hasta que vino el desencanto. Otra cosa es que luego, según las circunstancias, todos hayamos andado a la búsqueda del consenso perdido y que se haya instalado el culto a veces interesado al presidente Suárez cuando está fuera de combate.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.