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Últimos pasos de la reforma constitucional
Columna
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Minorías y cortesía política

El Senado proseguirá hoy el debate sobre la reforma del artículo 135 de la Constitución, referido a la estabilidad presupuestaria y la limitación del déficit estructural de las Administraciones Públicas, tras su aprobación el pasado viernes por el Congreso en un tormentoso pleno que enfrentó a los diputados del PSOE y del PP con el resto de los grupos parlamentarios. Algunos airados portavoces acusaron a socialistas y populares de dar un golpe de Estado encubierto, romper el consenso constitucional de 1978 y secuestrar la norma fundamental.

La desproporción entre los contenidos del precepto modificado (que no entrará en vigor hasta el año 2020 y cuyo desarrollo queda encomendado a una futura ley orgánica) y la virulenta reacción de los grupos minoritarios resulta demasiado artificiosa.

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¿Cómo explicar esa distancia? La circunstancia de que la iniciativa hubiese sido preparada sigilosamente por socialistas y populares y fuese llevada a cabo con anormal rapidez proyecta inicialmente una luz desfavorable sobre el comportamiento de los dos grandes partidos de ámbito estatal. A la ausencia de las consultas previas con las restantes fuerzas parlamentarias, se añade el debilitamiento de las garantías ofrecidas a las minorías por el procedimiento excepcional de la lectura única. Ni siquiera están claras las razones de que el Gobierno y el PP hayan emprendido la costosa vía de la reforma constitucional en lugar de recurrir a una ley orgánica de idéntica eficacia. Socialistas y populares justifican la reforma constitucional por la ineludible necesidad de dar una respuesta conjunta a la vez rápida y solemne a las presiones de los mercados internacionales sobre la deuda española. Resulta difícil olvidar, sin embargo, las resistencias de ambos partidos a la hora de realizar otras reformas constitucionales como las relativas al Senado, el sistema electoral y el orden sucesorio de la Corona.

A reserva de lo que pueda ocurrir tras las próximas elecciones, socialistas y populares disponen por ahora de espacio parlamentario común suficiente para administrar las reformas constitucionales en régimen de duopolio. Las mayorías cualificadas exigidas por la norma fundamental (los tres quintos o los dos tercios de cada Cámara según los casos) conceden de hecho al PSOE y al PP el doble privilegio de poder imponerlas -sumando sus fuerzas- sin el apoyo de otros grupos y de poder impedirlas -gracias a sus minorías de bloqueo- en el supuesto de que les desagraden. Desde ese punto de vista, las reacciones de protesta de los diputados que dieron el pasado viernes un simbólico portazo en el Pleno para resaltar su rechazo fue una rebelión contra la aritmética democrática y la regla de la mayoría: los 169 diputados del PSOE y los 152 del PP ocupan más del 90% de los escaños.

Pero la letra de la ley -incluidos los reglamentos de las Cámaras- también debe interpretarse de acuerdo con su espíritu: el respeto a las minorías y la cortesía parlamentaria crean obligaciones tan vinculantes política y moralmente como una norma legal. El recurso al procedimiento de lectura única aplicado a la tramitación de la reforma del artículo 135 está reservado por el Reglamento del Congreso para los casos en que la naturaleza de la proposición tomada en consideración lo aconseje o su simplicidad de formulación lo permita; no parece, sin embargo, que exista aquí ese supuesto. Y aunque algunas de las enmiendas a la reforma rechazadas por la Mesa del Congreso (la constitucionalización del derecho de autodeterminación o la proclamación de la República) tuviesen un aire meramente provocativo, el teatral mohín de dignidad ofendida escenificado el pasado viernes desde su trono por el diputado Duran Lleida al examinar las enmiendas transaccionales ofrecidas por el PSOE y el PP -reventadas luego por una gamberrada parlamentaria del portavoz de IU- dijo más que mil palabras.

Las sobreactuadas críticas de los grupos nacionalistas a la reforma del artículo 135 expresan el temor a que la estabilidad presupuestaria exigida por la Unión Europea no afecte solo a las cuentas públicas estatales, sino también a las comunidades autónomas. En efecto, carecería de sentido que las transferencias de soberanía desde el Estado español a la UE no repercutiesen también sobre los territorios autonómicos. Pero el elegíaco cántico al consenso constitucional de 1978 entonado por los portavoces de CiU como respuesta a la reforma del artículo 135 solo puede tomarse a beneficio de inventario: hace 33 años ni España formaba parte de la Comunidad Europea ni Cataluña disponía de Estatuto de autonomía.

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