Leopoldo: el tiempo y el estilo
Leopoldo Calvo-Sotelo apareció de manera estelar en la vida de nuestro país cuando fue presentado por la Unión de Centro Democrático (UCD) como candidato para ser investido presidente del Gobierno en el Pleno del Congreso de los Diputados del viernes 20 de febrero de 1981. Calvo-Sotelo expuso el programa del Gobierno que pretendía formar con novedades relevantes como la de sumar nuestro país a la Alianza Atlántica. Acreditó muy buenas maneras parlamentarias en unas circunstancias marcadas por el ruido de sables, la inclemencia terrorista, los maximalismos de distinto cuño, las exageraciones nacionalistas y la crisis económica. Pero aquel público hizo oídos de mercader
Hubiera tenido todo el sentido que algunas fuerzas del arco parlamentario brindaran su apoyo inicial a un candidato como Leopoldo Calvo-Sotelo, que parecía traer un aporte de solvencia, pero nadie quiso entender los requerimientos de la situación que estaban bien a la vista. De manera que, al faltar la mayoría absoluta requerida para la investidura en primera votación, aquel Pleno quedaba invalidado para encumbrarle a la Presidencia y se suspendía conforme marcaba la tabla. Cumplidos los plazos reglamentarios, se procedía a reanudarlo en la tarde del lunes siguiente, 23, sin más asuntos en el orden del día que el de proceder a una segunda votación, en la que ya bastaba para la investidura la mayoría simple de la que UCD disponía.
Había leído a Heisenberg y a Heideger. Tocaba el piano y abominaba de los juegos de naipes
Garantizadas esas condiciones, se pronosticaba un Pleno del Congreso de mero trámite. Otra cosa es que los uniformados, que andaban comprometidos en la asonada golpista, vieran esos momentos del umbral del relevo como la ocasión pintiparada para desencadenar su intentona, irrumpieran en el hemiciclo y mandaran parar a punta de pistola y de metralletas el llamamiento nominal que se estaba efectuando para preguntar a los diputados, uno por uno, sobre su conformidad, disentimiento o abstención hacia el candidato a presidente. Allí el Gobierno exangüe del presidente Suárez, en sus postrimerías, el del presidente Calvo-Sotelo, abortado manu militari y los 350 diputados del Congreso quedaban simultáneamente secuestrados, durante la que había sido programada como tarde inaugural del relevo en la presidencia del Gobierno.
Ese trauma inicial condicionó los 21 meses de la trayectoria cumplida por Calvo-Sotelo en La Moncloa, desde su propia investidura hasta la de su sucesor, el socialista Felipe González, el 1 de diciembre de 1982. Recordemos que Leopoldo llegaba después de un Adolfo Suárez encumbrado a la presidencia por el favor regio para desconsuelo de las fuerzas democráticas, pero transformado de manera súbita en líder carismático, aunque después se concitara contra él aquella campaña de acoso y derribo que le presentaba sin fondo para una carrera de resistencia, ni programa que proponer tras la Constitución, ni capacidad de liderazgo dentro de una UCD desatada de ambiciones.
La aparición de Calvo-Sotelo significaba otro estilo personal muy diferente. Por sus orígenes familiares, por su formación -ingeniero de Caminos-, por sus afinidades políticas, coloreadas de juanismo monárquico y de propagandismo católico, pero fuera por completo del falangismo hegemónico al menos sobre el papel en el régimen franquista y sin alistamiento formal alguno en las filas de los tecnócratas, que tanto cundieron bajo la alta protección del almirante Carrero Blanco. Como estudiante, Leopoldo Calvo-Sotelo tuvo sus momentos de compromiso con la protesta y así, como protestante, hubo de entrevistarse con el ministro de Educación, José Ibáñez Martín, quien lo recibió en su casa. Allí tuvo un encuentro fortuito con la hija del ministro, Pilar, quien le abrió la puerta y por ahí llegó el noviazgo y el matrimonio irrompible que les ha unido.
El perfil de Calvo-Sotelo no era el de un flecha que progresa en el tinglado del Movimiento, ni el de un opositor lanzado a desenfrenados ejercicios memorísticos, tampoco el de un oportunista dedicado a medrar en los conchabamientos del régimen franquista. El presidente que llegaba a La Moncloa en febrero de 1981 sabía cálculo infinitesimal y física cuántica, además de resistencia de materiales, había leído a Heisenberg, a Heideger, a Tehilard de Chardin, a Jacques Maritain y a Zubiri y estaba familiarizado con los clásicos de la literatura europea y americana, tocaba el piano y abominaba de las cajetillas de Ducados y de los juegos de naipes, en especial de los de envite.
Debería haber tenido un sillón en la Real Academia Española porque había demostrado un gusto y una pulcritud en la escritura por completo excepcionales. Ahí queda, por ejemplo, su libro Memoria viva de la Transición, en las antípodas de esos ejercicios de naderías con sifón de lenguaje desmadejado. Calvo-Sotelo da una versión en extremo valiosa de los acontecimientos en que estuvo implicado como protagonista y retrata con brillantez a quienes le acompañaron en las tareas de gobierno. Lo hace con un lenguaje terso y con un sentido del humor más bien británico, que muy pocos le suponían. Otra cosa es que no fuera uno de esos graciosos oficiales, ni cuentachistes al uso, y que se produjera en sociedad con elegante discreción.
A Leopoldo Calvo-Sotelo y a todo su Gobierno lo sentaron los militares en sillas de tijera cuando el desfile del día de las Fuerzas Armadas a la altura de mayo de 1981 en Zaragoza, pero mantuvo el pulso, y en su haber figuran la celebración de la vista oral del juicio a los encausados por el 23-F y el recurso ante el Tribunal Supremo de la primera sentencia, en exceso benévola, dictada por el Consejo Supremo de Justicia Militar para reclamar que las penas guardaran proporción con la máxima gravedad de los hechos. Leopoldo Calvo-Sotelo ancló a España en la Alianza Atlántica y los socialistas, entonces en la oposición, bramaron porque lo hizo sin contar con su previo beneplácito, pero ahí seguimos.
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