LOS JUSTOS
Para mi sorpresa, la primera vez que fui a Israel, en 1974 o 1975, descubrí que yo, pese a todo, seguía siendo de izquierda. Llevaba ya buen número de años criticando el sectarismo y la cerrazón ideológica de esa izquierda hemipléjica latinoamericana que condenaba a los dictadores si eran de derecha pero los adulaba y bañaba en incienso si se proclamaban comunistas como Fidel Castro, que defendía el populismo y se negaba a aceptar que el estatismo y el dirigismo no sólo arruinaban la economía y condenaban a la pobreza a una sociedad, sino hacían proliferar la corrupción, instalaban la censura intelectual y de prensa, y acababan por suprimir hasta el último resquicio de libertad. Todo ello me había llevado a una reflexión autocrítica bastante difícil, pero liberadora, y a reivindicar los valores "formales" de la democracia burguesa, la soberanía individual, el Estado pequeño y la sociedad civil grande, y las políticas de mercado de la filosofía liberal.
Dan una batalla política, intelectual, cultural y periodística poco menos que quijotesca
Operan generalmente al margen de los partidos, de manera independiente
Las injusticias históricas terminan siempre por ser reconocidas
Acaso los más meritorios entre los justos sean las mujeres y los hombres anónimos
Pero, en aquel mes que pasé en Israel, descubrí una izquierda que carecía de las taras dogmáticas, anacrónicas y reñidas con la libertad, de la izquierda en América Latina y en Europa. Allí, la izquierda, por lo menos en el amplio grupo de israelíes que la representaba con el que tuve ocasión de alternar -qué habrá sido de mi compañero de viaje por el Neguev, Julio Adín-, todavía actuaba movida por razones más morales que ideológicas, era profundamente democrática -tolerante, pluralista, antiautoritaria- y entendía que su primera obligación no era capturar el poder de cualquier modo sino criticarlo, limitarlo y corregir sus estropicios. Por las particulares características de la historia de Israel, allí, la izquierda, que denunciaba los abusos contra los árabes y militaba a favor de la paz y el abandono de los territorios ocupados, y por la democratización del Estado israelí, había conservado aquel idealismo libertario y el sentido ético de la política que a mí, de joven, me habían seducido tanto. Desde entonces, las cinco veces que he vuelto allí he confirmado esta impresión inicial y por eso siempre digo que el único lugar en el mundo en el que, pese a mis convicciones liberales, todavía me siento de izquierda es Israel.
Esta vez, más que las otras. Pese a que, lo que merece el nombre de izquierda se ha reducido en Israel a su más mínima expresión, acaso apenas a unos pocos centenares de "justos", en el sentido en que usaba esta palabra Albert Camus. Un puñado de mujeres y hombres excepcionalmente íntegros y valerosos, que dan una batalla política, intelectual, cultural y periodística poco menos que quijotesca, porque el grueso de la sociedad se ha ido enquistando más y más, sobre todo a partir del año 2000, cuando el fracaso de Camp David, el inicio de la segunda Intifada y la proliferación de los atentados terroristas del islamismo fundamentalista contra blancos civiles, en un conservadurismo nacionalista, chauvinista y xenófobo, con una fuerte impronta religiosa. Nada da una idea más cabal de esta derechización extrema de Israel que imaginar que las próximas elecciones enfrentarán, prácticamente como únicas estrellas, a Ariel Sharon y Benjamín Netanyahu, este último convertido en un demagogo ultra nacionalista que con sus acusaciones de haberse entregado al enemigo ha conseguido convertir a aquél en un moderado y un centrista. Amos Oz tiene razón: el surrealismo no está en Israel en la literatura sino en la política.
Los justos no piensan igual, discrepan mucho entre sí, y, acaso, si se los encerrara a todos en un recinto, estallarían injurias y bofetadas. Pero todos ellos practican lo que Weber llamaba las políticas de convicción antes que las de responsabilidad, y todos son durísimos críticos de su gobierno y de su Estado, incesantes denunciadores de los abusos y crímenes de que son víctimas los palestinos y sistemáticos defensores de una paz que, a su juicio, sólo será posible cuando Israel abandone la ocupación colonial de Cisjordania y reconozca el derecho de los palestinos a tener su Estado independiente con Jerusalén, cuya soberanía sería compartida, como capital. Pero, acaso, el empeño más tenaz de los justos sea tratar de abrir los ojos de sus compatriotas que se niegan a ver y oír lo que pasa a su alrededor, y que, dentro de un sistema cada vez más orientado -como el de la minoría blanca en la Sudáfrica del apartheid- a no saber, ni enterarse, de lo que ocurre en Gaza y Cisjordania y de lo que los soldados y los gobiernos hacen allí, mueven cielo y tierra para aguarle la fiesta, es decir, la buena conciencia y la tranquilidad, a la mayoría conformista.
Sionistas o antisionistas, laicos o religiosos, periodistas o académicos, políticos o profesionales, operan generalmente al margen de los partidos, de manera independiente o desde pequeñas organizaciones, fundaciones o ONG más bien marginales, en una labor que les trae sin duda sinsabores y, como recompensa, nada más que la satisfacción moral de ser consecuentes con sus ideas, la conciencia del deber cumplido. Es verdad que, para ellos, Israel es una sociedad democrática y que sus derechos están amparados, aunque, tal vez, la antipatía y la hostilidad que llegan a despertar entre sus compatriotas -uno de mis deportes ha sido estos quince días mencionar sus nombres en ciertos círculos para ver cómo las pasiones se ponían a crepitar- les deben de hacer la vida mucho más difícil que a los demás.
Varios de ellos han asomado ya por esta serie de artículos y hay, desde luego, muchos más a los que no visité y ni siquiera conozco. Pero ese puñado era un buen muestrario del temple de que están dotados y de la admirable tarea que llevan a cabo. Nunca olvidaré a Amira Hass, la periodista israelí que vive entre los palestinos de Gaza y de Ramallah hace años para "saber lo que es vivir bajo una ocupación colonial" y cuyas crónicas, como las de su colega Gideon Levy, en Haaretz, son siempre un llamado de alerta a la conciencia cívica. Ellos dicen lo que nadie más dice y lo que la opinión pública no quiere saber. Ni al ex soldado Yehuda Shaul y sus colaboradores recién salidos de la adolescencia, exhortando a sus compañeros de armas a "romper el silencio" y confesar los horrores que comete, inevitablemente, todo ejército de ocupación. Ni, por cierto, a Meir Margalit y sus amigos, reconstruyendo laboriosamente, una y otra vez, contra toda esperanza, las casas demolidas de los palestinos sólo para que los tanques las vuelvan a demoler. Ni a la espléndida Allegra Pacheco, abogada israelí, defensora de presos, que sacó de la cárcel (donde pasó 16 años por lanzar un coctail Molotov) al palestino Abed al Rahman al Ahmar y luego se casó con él. Ahora viven en Belén y al primero de sus dos hijos le han puesto un nombre simbólico: ¡Jerusalén!
La lista sería bastante larga, y siempre insuficiente, porque acaso los más meritorios entre los justos sean las mujeres y los hombres anónimos, aquellos cuyos nombres jamás llegan a los periódicos. Pero prefiero concentrarme en el historiador Ilan Pappe, acaso el israelí que ha ido más lejos en el inconfomismo y el que viene librando la batalla más radical contra el establecimiento político y académico de su país.
Nacido en Haifa, en 1954, hijo de judíos alemanes, estudió historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén y en Oxford, donde se doctoró con una tesis sobre la guerra de 1948, cuando la independencia de Israel. Es un tema sobre el que ha publicado varios estudios, defendiendo la idea de que, contrariamente a lo sostenido por la versión canónica del sionismo, aquella guerra constituyó una auténtica limpieza étnica, en la que la inmensa mayoría de la población palestina fue expulsada y sus aldeas destruidas a fin de ganar territorios para el Estado de Israel. En esos trabajos funda Ilan Pappe su convicción, muy atacada en su país, de que Israel tiene la obligación de admitir haber cometido ese despojo y de reconocer el "derecho al retorno" de los refugiados palestinos como condición previa para la paz.
Es profesor de Historia del Medio Oriente en la Universidad de Haifa y no hace mucho tiempo protagonizó un sonado escándalo cuando se solidarizó públicamente con un boicot de las universidades británicas contra las Universidades de Haifa y de Bar-Ilan, en Israel, acusadas de discriminación y acoso a Teddy Katz, autor de una tesis de maestría sobre una matanza, en Tandura, en 1948. Aunque Pappe no dirigió esta tesis, se solidarizó con Katz. El escándalo fue descomunal y hubo un movimiento para expulsar a Ilan Pappe de la Universidad, algo que no ha prosperado, sin duda por el gran respaldo internacional que tuvo del mundo universitario en Europa y en los Estados Unidos, donde goza de un sólido prestigio. (Recomiendo, a quienes quieran conocer el rigor intelectual de Pappe y su radicalismo justiciero su A History of Modern Palestine. One Land, Two Peoples, publicada por Cambridge University Press en 2004).
Para tener una idea de los rencores que sus posiciones producen en su país, citaré estas líneas escritas en Maariv, por Erel Segal, exhortando a los israelíes a: "Si lo ven venir hacia ustedes en la calle, cambien de acera. No se sienten a su lado en ningún transporte público. No cambien una palabra con él, ni buena ni mala. Trátenlo como los judíos de todas las generaciones hemos tratado siempre a aquellos que se apartaban de la comunidad".
Pensé que encontraría a alguien tenso o apasionado -no es cómodo vivir si sus paisanos lo creen a uno un traidor, lo sé por experiencia propia- pero, por el contrario, me encontré con un hombre campechano y vital, con sentido del humor, desprovisto de vanidad y que se resistía a hablar de sus problemas personales. Más bien me llevó a conocer un cementerio en ruinas, el de Balad al-Sheikh, hoy llamado Nesher, donde está la tumba de un guerrero palestino Iz al-din al-Kassam, que, me dijo, una vez al año un grupo de voluntarios viene a limpiar.
Me hizo conocer la Haifa "árabe", lo que queda de ella por lo menos, los lugares donde estuvieron las aldeas abolidas, y, en el centro de la ciudad, las casas expropiadas por Ben Gurión, abandonadas o a medio derruir, de los árabes prósperos que se fueron a vivir en el exilio. Esas casas Ilan Pappe y sus colaboradores las fotografían y tratan de identificar a sus dueños originales o herederos (hace poco habían localizado a uno de ellos, en París), para reconstruir una sociedad y una época que la historia oficial quiere borrar. En el Instituto de Estudios Árabes que dirige, en una vivienda antigua, me muestra una exposición donde se exhibe en fotografías y diseños aquella ciudad árabe de la que hoy día quedan sólo vestigios y de la que, dice apenado, pronto quedarán únicamente estas imágenes.
No sólo conoce su ciudad al dedillo sino que la ama; en cada esquina, en cada rincón, tiene una anécdota que contar, un personaje que evocar. Pero se le ensombrece la voz cuando recuerda que 75.000 árabes fueron expulsados de esta ciudad en pocos días, en 1948. Dimos una larga caminata por la hermosa Colonia Alemana, donde un muchacho se acercó a Pappe, efusivo, a decirle que él había sido el primer profesor israelí que fue a su colegio a darles una conferencia y les habló en árabe. Qué abierta y simpática resulta Haifa, qué moderna y fresca, viniendo de la opresiva y beata Jerusalén. Sólo durante la cena, en un restaurante del barrio, se animó el historiador a hablar de política actual.
Está convencido de que la evacuación de Gaza no tendrá trascendencia, porque esos 21 asentamientos son nada, comparados con los centenares de Cisjordania, que Sharon no tiene la menor intención de desocupar. Mientras Israel no lo haga, y reconozca el derecho de Palestina a la soberanía y al retorno de los refugiados, no habrá solución al conflicto y, larvada o abierta, la guerra continuará. Su crítica al sionismo es frontal: un país no puede ser democrático de verdad si practica el exclusivismo religioso o étnico. Es algo que los sionistas de izquierda no se resignan a admitir, y, por eso, Ilan Pappe es muy severo contra ellos. "Por lo menos, con los ultras y los conservadores las cosas están claras, uno sabe a qué atenerse. Pero los sionistas quieren ser progresistas y luchan por la paz y la reconciliación y tienen buena conciencia. Y no aceptan que la idea de un Estado sólo para los judíos es absolutamente incompatible con una verdadera democracia y una sociedad normal". Él es uno de los más elocuentes defensores de un Estado único y binacional, en el que judíos y árabes sean ciudadanos con los mismos derechos y deberes.
Pappe vive a unos veinte minutos de Haifa, en un suburbio encaramado en la cumbre de una colina desde la cual, en esta noche clara y tibia, mediterránea a más no poder, se ven todas las estrellas del cielo. Tiene dos hijos pequeños y una mujer encantadora. Les pregunto si no tuvieron problemas con sus vecinos para instalarse aquí. Por lo visto, cuando se supo que venían, alguien hizo correr un papel acusándolo a él de anti-semita. Pero la pareja no se dio por enterada y, apenas llegaron, invitaron a todo el barrio a tomar una copa en la casa. Vinieron muchos. Se llevan bien y, a veces, alguno de los vecinos, cuando nadie lo ve ni lo oye, susurra al oído de Ilan: "Estoy de acuerdo contigo".
Oyendo a esta pareja, conversando con Ilan Pappe, en aquella hermosa noche estrellada, me conmoví mucho. Fue una de las últimas entrevistas que tuve en Israel, en esas dos semanas enloquecidas, en las que, constantemente, tenía que luchar contra la tremenda impresión que me había causado la situación del país. Un país que ha crecido, se ha enriquecido y se ha vuelto tan poderoso que -ojalá me equivoque- podría seguir viviendo así muchos años, sin la menor urgencia de resolver su problema con los palestinos. Porque lo cierto es que, por dolorosos y terribles que sean en lo individual y familiar, los atentados terroristas sólo son unos pequeños rasguños en la piel de ese elefante que es ahora Israel, algo que no amenaza su existencia, ni sus altos niveles de vida, ni, ay, su conciencia. Todavía peor: en cierto sentido, a diferencia de lo que ocurre con los palestinos -donde el conflicto se plantea en términos de supervivencia, de vida o de muerte- para los israelíes el conflicto ha pasado a ser algo más bien marginal, una rutina en la que su poderoso Ejército se entrena, actualiza y refuerza. Como escribió alguna vez Shlomo Ben Ami, Israel se ha vuelto un país que no sabe vivir en paz, sólo en la guerra.
Sin embargo, conversando con Ilan Pappe y su mujer mi pesimismo no parecía justificado. Ambos tienen una convicción tan acendrada de que, más pronto que tarde, todo comenzará a cambiar en la buena dirección, que me la contagian. Las injusticias históricas terminan siempre por ser reconocidas, por merecer la condena universal, e, incluso, la reparación debida. ¿No es acaso el pueblo judío la mejor prueba de ello? Las atroces matanzas, los guetos, las persecuciones seculares ¿acabaron acaso con ellos? Al final, la verdad se impuso. También se impondrá en este caso. Lo importante es no dudar, no quedar paralizado. Sino actuar, hablar, escribir, hacer todo lo que uno está en condiciones de hacer, para que la historia tenga un buen final.
Porque hay en Israel todavía gentes como Ilan Pappe, aunque sean hoy una pequeña minoría, hay que tener esperanza de que las cosas, después de Gaza, vayan para mejor. Pero no ocurrirá de manera automática, ni mucho menos por la buena voluntad de los actuales gobernantes de Israel. Sino por ese trabajo callado, paciente, incesante, de heroicas hormigas, de los justos de Israel.
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