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Columna
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Condiciones para la retirada

Puesto que detener a todos los miembros de ETA e impedir su sustitución por otros no es un objetivo realista, el fin de la política antiterrorista es crear condiciones para la disolución de ETA: para que sus dirigentes se convenzan o sean convencidos de que les conviene más desistir que seguir. El exlíder del PNV Josu Jon Imaz resumió, poco antes de su retirada, esas condiciones en dos: eficacia policial y deslegitimación social y política de la banda y su entorno. La experiencia indica que la primera de esas condiciones, el debilitamiento policial de ETA, es requisito previo a cualquier otra iniciativa. Por ejemplo, ahora mismo lo es para que el brazo armado no pueda imponerse al político en el pulso planteado por dirimir quién manda en la izquierda abertzale. De ahí la importancia política, y no solo operativa, de las detenciones del 1 de marzo en Bilbao.

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Ese día se cumplían dos años desde las elecciones que llevaron a Patxi López a Ajuria Enea. Su primer logro como lehendakari fue evitar que siguiera siéndolo Ibarretxe. No porque este hubiera gobernado peor o mejor sino porque es seguro que de haberse mantenido habría seguido presentando propuestas y planes que reincidieran en su idea de que la forma de acabar con la violencia era dar satisfacción a las aspiraciones esenciales de Batasuna; hacer que a cambio del cese de ETA, esas aspiraciones fueran asumidas como propias por la ciudadanía.

¿Qué deslegitimación de la violencia hubiera podido intentarse si la máxima autoridad vasca consideraba legítimo compensar la retirada de ETA mediante contrapartidas políticas como la autodeterminación, cambios institucionales en relación con Navarra y el País Vasco-francés y el resto del programa máximo nacionalista (y mínimo de ETA)? De haber seguido Ibarretxe difícilmente hubiera dado Batasuna los pasos que ha ido dando para intentar recuperar la legalidad y participar en las elecciones.

Hoy tiende a admitirse mayoritariamente que la aplicación de la Ley de Partidos ha sido decisiva para esa evolución que acerca el fin de ETA, pero todavía hay sectores, no solo nacionalistas, para los que la prohibición de Batasuna vulnera el principio de participación política en condiciones de igualdad. El 28 de septiembre de 2002, seis meses antes de la ilegalización judicial de Batasuna, ETA difundió un comunicado en el que declaraba "objetivos militares" las sedes del PSOE y del PP y amenazaba con "tomar medidas" contra los actos públicos de esos partidos.

¿Cabe mayor desigualdad que la establecida por esas amenazas, avaladas por la práctica anterior de ETA? La ilegalización de Batasuna fue, como sostiene la sentencia de Estrasburgo, una medida en defensa de la democracia y, en particular, del principio pluralista: no contra la igualdad, sino contra la desigualdad extrema que introduce la presencia condicionante de ETA. Legitimar la democracia española y las decisiones de los tribunales es otra de las condiciones que favorecerían el fin de ETA.

Un efecto de la ilegalización fue la aparición de intereses en parte contrapuestos entre Batasuna y ETA. Un sector de la primera llegó a la conclusión de que no recuperarían la legalidad mientras la banda mantuviera su presencia. Hay síntomas de que sus principales dirigentes y gran parte de la militancia consideran que esa presencia puede ser ya contraproducente para su causa. Sin embargo, ETA no lo admite: no ha respondido al emplazamiento público de los firmantes de la Declaración de Gernika para que anunciara su voluntad de abandono definitivo de las armas, y en cambio ha dicho internamente que la "estrategia político-militar es incuestionable".

En esta situación ¿qué más puede hacerse para que la dialéctica entre el brazo político y el militar favorezca la retirada del segundo? Lo primero, romper el hilo que mantiene unida a Batasuna con esa estrategia político-militar: la expectativa de una negociación que vaya a "las causas del conflicto", que tanto ETA como Batasuna identifican con la negación de derechos; no de aspiraciones políticas, sino de derechos cuya plasmación en un nuevo marco político deberían acordar los partidos ("consensuar su formulación", dice el comunicado de ETA del 10 de enero).

El anuncio de que la izquierda abertzale refundada en Sortu rechazará cualquier atentado futuro puede ser un factor disuasorio para ETA que no hay por qué menospreciar; pero mucho más disuasorio sería su compromiso público de renunciar a negociar contrapartidas, lo que dejaría sin su instrumento esencial a la estrategia político-militar. El PNV tiene un papel importante en este asunto. Si se opusiera con claridad a participar en esa iniciativa sería imposible que prosperara: solo seis de los 75 parlamentarios vascos actuales lo apoyarían. Pero el partido está dividido al respecto, con Egibar a favor y Urkullu más bien en contra. Un acuerdo entre las tres principales formaciones vascas (PNV, PSE y PP) sobre esa cuestión obligaría a Batasuna a olvidarse de ella. Sería otra forma de crear condiciones para la retirada de ETA.

La incapacidad de Sortu para decir algo sobre las detenciones del martes en Bilbao (con 200 kilos de material para fabricar bombas) demuestra la fragilidad del compromiso de rechazo de la violencia incluido en sus estatutos, y se convierte en argumento de refuerzo para la demanda que hoy mismo presentará la Abogacía del Estado contra su inscripción en el registro. Esto no significa que el asunto esté zanjado, pero sí que mientras subsista ETA persistirán las dudas sobre la sinceridad de los propósitos de la izquierda abertzale. Y en ese sentido, la perspectiva de prolongación de la ilegalización será un estímulo adicional para que Batasuna haga lo necesario para que ETA se retire.

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