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EL PROCESO DE LA COLZA

Ocho años de rabia y calambres

Centenares de enfermos del síndrome tóxico escucharán hoy la sentencia sobre los aceiteros procesados

Arcadio Fernández, de 42 años, habla con la autoridad que le confiere ser afectado, marido y padre de afectadas. Es presidente de una de las asociaciones nacionales para afectados por el síndrome tóxico, que agrupa un colectivo de 8.000 personas, y ha luchado -"como un cabezota que soy"- por hablar con todas las autoridades que tuvieran que ver con su caso desde hace ocho años. Y es precisamente a estas autoridades a quienes desea pedir cuentas.Gastó en un año 400.000 pesetas de teléfono y ni siquiera ha podido hacer la cuenta de las horas que ha pasado dedicado a la atención de sus compañeros afectados.

Sabe de promesas políticas que no se convirtieron en hechos, de cambios de medicación radicales, de grupos de investigación que no dan a conocer sus resultados, de abogados que han cobrado sin aparecer ni un solo día, y de tenacidad. Asegura que el 10% de los afectados tiene secuelas irreversibles gravísimas y que morirá, que otro 30% tiene posibilidades de sobrevivir con una calidad de vida ínfima, que un 20% padece y padecerá dolores alternos y que un 40% tiene síntomas y signos que no se aprecian en los análisis de sangre.

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Tiene las manos "deformadas por los dolores", pero su mayor preocupación es su mujer: "Le castañetean los dientes de tal manera que se los ha destrozado, y las prótesis que le hemos puesto no le valen". Los movimientos involuntarios y la pérdida de fuerza son las lacras de los que padecen este síndrome.

Cuando se oye a Caridad Carretero, ex señora de la limpieza que ya no puede ni "cargar con una botella de butano", se observa que el tiempo no siempre lo cura todo. Los ocho años que ha pasado no evitan que llore hasta el hipo cuando habla de lo que hacía antes a diario, y desde que enfermó se ha convertido en "imposible de los imposibles". Son cosas cotidianas, pero a ella le duele el cuerpo y se asfixia cuando sube por las escaleras.

Su hijo, ahora con 17 años, tiene calambres, como su marido que trabaja en la construcción, y a ella le sale "porquería por la boca cada mañana". No quiere dar su opinión sobre lo que puede pasar cuando se lea la sentencia. "Todavía no entiendo cómo han sido seres humanos quienes nos han hecho esto".

José Nuñez, de 58 años, abandonó la prensa metalúrgica de 300 toneladas con la que trabajaba cuando empezó a padecer el síndrome. Se caía redondo al suelo y se le inflamaba la lengua. Sin embargo, su peor recuerdo fue ver a su hija de 12 años sin pelo. "Los procesados son criminales, pero la culpa la tiene el Gobierno. Quiero que paguen lo que han hecho" dice José.

Pilar Sotelo trabajaba en mayo de 1981 en una granja de huevos de Leganés. En este mes perdió el apetito y empezó a tirarles a los perros los bocadillos dé "cosas fritas" que se llevaba para almorzar. Durante los primeros días no se oían ruidos en su casa. Sus hijos y ella estaban horas y horas tumbados, sin saber lo que ocurría, porque no tenían fuerzas para moverse. Ahora hay muchas discusiones. "Estamos destrozados, mi hija y yo no nos podemos ni hablar". Pilar dejó de ir a las terapias de grupo que impartía a los afectados un psiquiatra "porque la gente es muy cotilla". Pilar percibe en la actualidad unas 40.000 pesetas por su enfermedad.

Antonio Augusto vive en León y era camionero. Tiene 43 años y desde hace ocho ha sufrido dos embolias pulmonares, una trombosis cerebral, tiene el hígado enfermo y las piernas hinchadas. Por las mañanas se levanta y en lugar de empuñar el volante de su camión, como antaño, coge una carpeta y se va a atender las penas de los afectados de la asociación.

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