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El 30º aniversario del 23-F
Columna
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Del 23-F al norte de África

Josep Ramoneda

Pertenezco a una generación que ha tenido el privilegio de haber asistido en directo a cuatro grandes oleadas democratizadoras que cambiaron la vida de los países del sur de Europa (Grecia, Portugal y España); del este europeo, sometido a regímenes de tipo soviético; de muchos pueblos latinoamericanos, después del largo otoño de las dictaduras militares; y, ahora, si las cosas no se tuercen, del mundo árabe.

Las revueltas del norte de África han coincidido con el 30º aniversario del 23-F. La memoria del golpe de Estado es útil para recordar que todo podía haber ido de otra manera y que los procesos de transición son siempre imprevisibles y enormemente delicados. España debería saber transmitir su experiencia a quienes están embarcados en procesos de cambio político que requieren un sentido muy preciso de los objetivos, los tiempos y las relaciones de fuerza. Lo triste es que España no está haciendo nada. Choca con la más elemental sensibilidad democrática que un Gobierno que despliega tanta energía en la conmemoración de uno de los momentos más delicados de la transición no tenga otra actitud que el silencio más espeso y la espera más patética -tenemos una ministra de Asuntos Exteriores que nunca se define porque siempre le falta alguna información- ante lo que está aconteciendo en el norte de África. De lo cual cabe pensar dos cosas: que 30 años después la sensibilidad democrática está completamente atrofiada, y que conmemoramos el 23-F con cultura de tribu, sin ser capaces de pensar ni un minuto en los que hoy luchan por la democracia.

España y Europa han perdido la capacidad de establecer empatía con los que luchan por la libertad
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Ciertamente el Gobierno puede escudarse en el mal de muchos, porque la Unión Europea está igual de perpleja. Pero que a estas alturas -tan contaminados por las políticas anteriores de adulación a los dictadores- nuestros gobernantes no hablen porque no saben qué decir y qué hacer es sencillamente indignante. ¿Es posible que sus antenas democráticas estén tan averiadas que no sean capaces de saber quiénes son los nuestros en la crisis del mundo árabe?

España, como Europa, se está comportando como una democracia gastada, paranoica e hipocondríaca, que ha perdido la capacidad de establecer empatía con los que luchan por la libertad y de ejercer cualquier papel de orientación y de apoyo en los procesos. Los gobiernos y gran parte de las élites están atrapados por las mentiras y los mitos que ellos mismos han ido alimentando y se han acabado creyendo. El mito de la unidad del mundo árabe e incluso del musulmán, que desafía la evidencia de las enormes diferencias entre las culturas de estos países. El mito de la incompatibilidad de las civilizaciones, a partir de una categoría absurda que, como ha denunciado Amartya Sen, otorga a las religiones el privilegio de marcar nuestras identidades a sangre y fuego. El mito del poder de Al Qaeda y del fundamentalismo islámico, que si desde siempre ha sido magnificado a favor de los intereses de la guerra contra el terror, en los últimos años está además en franco retroceso en todo el mundo islámico.

Cegados por estas fantasías, bloqueados por la dependencia energética y otros intereses económicos, España -como sus vecinos- reacciona con esta mentalidad de fortaleza asediada que tanto daño está haciendo a Europa. Poco importa la suerte de los ciudadanos árabes que han puesto a sus gobiernos contra las cuerdas. Solo importa la inmigración, el islamismo radical y el terrorismo. Poco importa que la inmigración fuera consecuencia de la situación en que los déspotas tenían a sus pueblos. Poco importa que el islamismo radical y el terrorismo hayan sido la coartada para la perpetuación de estos regímenes criminales. Hace tiempo que el miedo se ha adueñado de nuestros gobiernos. No se olvide que es este mismo Ejecutivo el que blindó las vallas de Ceuta y Melilla.

La reacción de España -y de Europa- pone de manifiesto el estado de deterioro de nuestra democracia. Estos ciudadanos -tantas veces vistos desde aquí despreciativamente como parias- nos ponen en evidencia al luchar por la democracia cuando nuestra democracia se desdibuja día a día. Los gobernantes no se dan cuenta del malestar profundo que recorre España y Europa. No es casualidad que en Francia un panfleto de un nonagenario que invita a los franceses a la indignación haya vendido más de un millón de ejemplares. Algún día este profundo malestar despertará. Quizá entonces los Gobiernos europeos entiendan el ridículo que están haciendo ahora. Tengo para mí que la última estación de la revolución de las redes sociales será Europa.

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