La hora negra del empresario Merckle
El millonario prefirió morir antes que perder Ratiopharm, su criatura predilecta
Al empresario alemán Adolf Merckle le llamaban "el Padrino", por el entramado de negocios en el que andaba metido (productos farmacéuticos, cementos, maderas, metales, vehículos, generadores eólicos...); por las dimensiones de su imperio, que emplea a 100.000 personas y facturó 30.000 millones de euros en 2007; y por la manera poco ortodoxa de dirigirlo, más al estilo patriarcal del XIX que de estos tiempos. Alrededor de las 16.30 del 5 de enero la historia de este potentado se terminó. Y en formato tragedia.
El inicio de 2009 se convirtió en gélido para la familia de este hombre de 74 años, con aspecto de abuelo comprensivo. Ese día, Merckle, el quinto alemán más rico del país -con una fortuna estimada en 7.000 millones de euros en 2008 por la revista Forbes, el puesto 94 de la lista mundial de adinerados-, salió de su casa en el número 22 de la calle Reichlenberg, tras escribir una carta a los suyos -a su esposa, Ruth; a sus hijos, Ludwig, Jutta, Philipp Daniel (del que se había distanciado en los últimos tiempos), implicados en el negocio familiar, y al más joven, Tobias, dedicado más a la causa social que al dinero-. En la misiva, según la revista Der Spiegel, pedía perdón por su acto final. Después, como tantas veces, descendió por su calle en dirección a Weiler, siguió la carretera B492 y se detuvo en la estación de trenes, entre Ulm y Sigmaringen. Allí, a seis grados bajo cero, esperó al tren regional expreso, aquel que le iba a liberar de la pesadilla en que andaba sumido desde el otoño, en que su situación financiera se convirtió en desesperada.
El grupo Merckle, 100.000 empleados, es un medio de vida para su región
Buscó salidas hasta el final, pidió incluso un aval al Estado. Y nada.
Los titulares de los periódicos lo contaron con rapidez: Muere el gran industrial suabo y Final trágico para una leyenda. Muchos de sus empleados no daban crédito al enterarse del suicidio de un hombre que ni jubilarse quiso, que era inalterable como el propio cemento; un empresario autárquico, obsesionado, controlador y controlado, capaz de todas las discusiones y litigios posibles (hasta con sus hermanas, por la fortuna familiar); que dirigía su imperio como quien lleva una fábrica local, exigiendo lealtad, entrega total, nada de fisuras en su "séquito de abogados, familiares, confidentes".
Ni con sus propios hijos hacía concesiones si de la empresa se trataba. Un trabajador y negociador nato, que siempre salió al paso de las dificultades financieras y estaba acostumbrado al vaivén, al riesgo, a la compra y venta, al trasvase y las transacciones. "La situación de crisis económica de sus empresas, ocasionada por la crisis financiera y la incertidumbre unida a ella en las últimas semanas, así como la impotencia de no poder actuar, han derrumbado al apasionado empresario familiar y ha acabado con su vida", indicaba el escueto comunicado oficial de la familia. "Dedicó toda su vida a trabajar para nosotros y para sus empresas", concluía.
Hasta su propio hijo Philipp Daniel le habría acusado de jugador (y especulador), según el diario sensacionalista Bild Zeitung; de haber perdido hasta mil millones, cantidad que él mismo desmintió. Lo cierto era que sí había perdido muchos, apostando a la baja por los títulos de Volkswagen. El fantasma de la ruina le rondaba y en esquivarla se ocupó en los últimos meses con la misma pasión con que dedicó décadas a montar su imperio. "Colecciona empresas como quien colecciona relojes", escribía el manager-magazin, del grupo Spiegel, en 2004, en un artículo durísimo sobre sus prácticas empresariales y su persona. "No hay artimaña o truco que el abogado suabo no utilice para incrementar su dinero", afirmaba.
Merckle necesitaba 400 millones para salvar la situación. Y no era fácil. Pidió ayuda. Dinero y tiempo. Pero la crisis internacional lo empaña todo en ese fin de año 2008 y los bancos dudan. No era él sólo, su fortuna o bienes personales, el que tenía problemas de liquidez: sus empresas acumulaban deudas multimillonarias. Momentos duros se le conocen, pero no tanto como para esfumarse. Actuar, sí; arriesgarse, también. Pero deprimirse o quitarse la vida, según su familia, nunca formó parte de su cartera de negocios. "Ya he sobrevivido a muchos crash bursátiles", dijo en una entrevista (de las pocas), el 10 de diciembre pasado para el Frankfurter Allgemeine Zeitung. Achacaba a la coyuntura internacional, "al efecto dominó y a múltiples reacciones en cadena", la situación en que se hallaba su consorcio. ¿Es usted consciente de que sus empresas ya no le pertenecen, que son ya de los bancos?, le preguntaron. "Eso no es verdad", contestó. Adolf Merckle buscó salidas hasta el final, pidió incluso un aval al Estado. Nada.
Y tras su muerte, se supo: había conseguido el crédito puente con los bancos acreedores. "El holding de compañías VEM VV GmbH, al cual pertenece Ratiopharm, llegó a un acuerdo para obtener un crédito puente de sus entidades bancarias acreedoras, a cambio de poner en venta la farmacéutica", informó la propia empresa. El grupo de Merckle, salvado, titulaba Der Spiegel al día siguiente.
Pero era un precio elevado para el patriarca: representaba vender su criatura predilecta, Ratiopharm. Para sobrevivir debía desprenderse de ella. Su herencia se deshacía, descuartizada. Eligió morir. Y se suicidó a 300 metros de su residencia en Blaubeuren, frente a la sede de esa empresa primigenia, allí donde habían nacido él como empresario, en 1967, y su imperio, en 1972.
Merckle vino al mundo en 1934 en Dresde, siendo hijo y nieto de empresarios; en su juventud prefirió la abogacía antes de ocuparse del negocio familiar de remedios médicos, con 80 trabajadores. Lo heredó. Enseguida quiso darle su toque personal: convirtió lo pequeño en grande, creando la farmacéutica Ratiopharm, hoy líder de los medicamentos genéricos en Europa, y compró otras del ramo (la mayorista Phoenix o la suiza Amedis). Con los años, la diversificación del grupo de empresas Merckle fue inmensa: desde lo antes citado hasta bosques, los telesquís del valle de Kleinwalser o la antigua armería de los Hohenzollern, pasando por la constructora HeidelCement.
Adolf Merckle nació rico. Siempre fue rico. Pero no lo parecía. Era un multimillonario sin rostro; al estilo austero y calvinista, tan alemán, de, por ejemplo, los hermanos Albrecht, dueños de los supermercados Aldi, a los que uno puede encontrarse en el mercado con la bolsa de plástico en la mano. El clan Merckle no eligió vivir en Nueva York o Francfort, sino en Blaubeuren, el que fuera pueblo materno (cerca de Ulm, Estado de Baden-Württemberg, suroeste de Alemania), del que era ciudadano de honor junto a su esposa Ruth -profundamente religiosa, la mano femenina del negocio, la que se ocupa de las obras de arte que cuelgan por los despachos y contrata a un pastor protestante para atender la fe de los empleados-. Los 12.000 habitantes de Blaubeuren andan "llorando por las esquinas", dice el periódico Die Welt, mientras se preparan para el funeral, el 12 de enero, una vez que la policía ha comprobado el ADN y devuelto el cadáver a la familia. En general no se lo explican ("¿Cómo puede haber pasado? ¿Cómo se disuelve un imperio? ¿Avaricia, imprudencia, vejez, falta de previsión, desencuentros del clan o el tiovivo de la Economía?", se preguntan en los foros). Ángel para unos, demonio para otros. Merckle era aquí el señor de la bicicleta y de los paseos por el bosque (gran parte de su propiedad), el escalador apasionado, el hiper-adinerado que habita en la casa menos ostentosa, blanca, sin valla ni puerta, ni cámaras o coches lujosos en la acera. "Un hombre integrado", dice el alcalde, Jorg Seibold, "al que la crisis ha doblegado".
Nadie sabe cuáles serán las consecuencias para este lugar perdido de la geografía alemana. No es que Merckle fuera aquí lo único sensacional o globalizado: es que ha sido y es un medio de vida para la región. Un sinónimo puro de ese otro medicamento "genérico" llamado empleo.
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