Ella es Le Pen
La hija del líder de la ultraderecha francesa sube en los sondeos y se perfila como la más firme candidata a suceder a su padre en la dirección del Frente Nacional
El pasado 9 de diciembre, en un conocido programa de entrevistas y de debate de France 2, A vous de juger, emitido en hora punta, la vicepresidenta del ultraderechista Frente Nacional (FN), Marine Le Pen, atrajo a cerca de 3,5 millones de espectadores. Uno de los productores reconoció días después que la eurodiputada, consejera regional e hija de Jean-Marie Le Pen, superó en audiencia al propio primer ministro, François Fillon, y a la primera secretaria socialista, Martine Aubry, en sus programas respectivos, emitidos semanas atrás.
A sus 42 años, Marine Le Pen se perfila como la candidata con más posibilidades de suceder a su padre al frente del partido de ultraderecha más famoso de Europa. No solo eso: con un 27% de tasa de popularidad y un 14% de intención de voto en las próximas elecciones presidenciales de 2012, la hija de Le Pen, ex abogada, dueña de un perfil menos abrupto, en apariencia, que el que cultiva su padre, con una puesta en escena y una actitud intencionadamente más moderna, apunta como una amenaza creciente para el centroderecha de Sarkozy, al que se apresta a despojar de los votos de los que este se apropió en 2007, cuando fue elegido presidente de la República.
Marine Le Pen promete sacar a Francia del euro, cerrar las fronteras y aboga por lo que llama "patriotismo económico"
Entonces, el FN quedó al borde de la desaparición y todo el mundo creía que los resultados electorales y la edad de Jean Marie Le Pen, de 82 años, el hasta ahora indiscutible, incombustible y fundador de la formación, condenaban al Frente Nacional a una extinción progresiva.
No ha sido así. Marine, alta, rubia, fuerte, casi siempre sonriente, divorciada dos veces, con tres hijos (la mayor, bautizada como Jehanne, con ortografía deliberadamente medieval, en honor de Juana de Arco, emblema del FN), combina hábilmente la modernidad y la tradición, se desenvuelve con maestría en la televisión (es una temible adversaria en los debates televisivos), apela un día a los franceses que miran de reojo a los inmigrantes y otro a los que intuye atosigados por el paro y la crisis (que a veces coinciden).
Algunos la consideran como una versión levemente edulcorada de su padre, una suerte de Le Pen del siglo XXI con un tinte social que ella cultiva con habilidad. Otros avisan de que el barnizaje de moderación es solo fachada, recuerdan de dónde viene, qué pretende y cuál es su programa. Ella les da la razón a los dos. Por lo general, sus opiniones no indignan tanto como las de su padre (se ha desmarcado de él, en apariencia, en algunas ocasiones), pero también es capaz, cuando la situación lo demanda, de recurrir a la vieja táctica del lepenismo, esto es, de soltar una calculada bomba de relojería que sigue retumbando en la sociedad francesa durante días y de cuya onda expansiva se aprovecha ella con cierta desfachatez.
Lo hizo el viernes en Lyon, delante de unos centenares de militantes, cuando aseguró: "Hace unos 15 años fue el velo; luego vino el burka, y ahora, las oraciones de los musulmanes en la calle". Después equiparó, ni más ni menos, esas oraciones en la calle con la ocupación nazi durante la II Guerra Mundial en Francia. "No se hace con blindados, ni con soldados, pero es también una ocupación".
Ya estaba dicho. Diversas asociaciones antirracistas y musulmanas denunciaron su comentario. Algunas amenazaron con llevarla a los tribunales. Hubo manifestaciones de protesta. Todo el arcoíris político francés se hizo eco de la frase para criticarla, con más o menos énfasis. Jean-François Copé, el secretario general de la Unión por un Movimiento Popular (UMP), la formación de centroderecha de Nicolas Sarkozy, se apresuró a señalar: "No nos engañemos: ella es Le Pen".
Después de dejar que su comentario resonara en todas las radios y televisiones durante el fin de semana, Marine Le Pen remató la jugada con una conferencia de prensa en la que se ratificó en cada palabra, y aseguró tranquilamente: "Yo digo lo que todos piensan en voz baja. No me asusta la polémica".
Es decir, la exponente de la siguiente generación del Frente Nacional no reniega del pasado. De hecho, sabía lo que decía y dónde. Lyon es el feudo de Bruno Gollnisch, el rival que le disputará el liderazgo del FN en el definitivo congreso de Tour, que se celebrará a mediados de enero y que elegirá al sucesor de Jean Marie Le Pen, que ya ha anunciado que abandonará el puesto. Gollnisch, de 60 años, profesor universitario, culto, especialista en civilización japonesa, lugarteniente desde siempre de Le Pen, depositario ideológico del partido, observa desde hace meses cómo la hija de su jefe, mimada en cierta manera por los medios de comunicación (o por lo menos reclamada por ellos), la que prometió "desatanizar" el partido, le sobrepasa por la izquierda y la derecha.
El congreso, con todo, será reñido, ya que Gollnisch, al que las encuestas dan mucho menos proyección nacional y goza de mucho menos popularidad en el país, disfruta del reconocimiento y la credibilidad de los aproximadamente 20.000 militantes.
Mientras tanto, Marine Le Pen, apoyada por su padre, con muchos menos libros a cuestas que su oponente, a la que los colaboradores surten de notas sobre cualquier tema a cada momento, se prodiga en Paris Match, en la televisión, en la radio o donde le llamen. Está convencida -junto con la mayoría de la clase política de Francia- de que vencerá al viejo Gollnisch en enero. A partir de entonces, apuntará a las elecciones presidenciales de 2012.
Al viejo programa político de su padre ha añadido ciertas aportaciones personales, creando una macedonia populista con la que va acaparando seguidores. Así, promete tasar a los especuladores bursátiles, sacar a Francia del euro, cerrar las fronteras o acabar con el derecho a la nacionalidad francesa por el hecho de haber nacido en Francia ("la nacionalidad se hereda o se merece", repite siempre). Aboga por un proteccionismo comercial que ella denomina simplemente "patriotismo económico" y que tiene buena acogida en sectores rurales, promete convertir hospitales y cuarteles que el Estado quiere vender en cárceles provisionales para albergar delincuentes, acabar con los traficantes de droga de los barrios peligrosos de las periferias de las ciudades y convocar un referéndum para volver a decretar la pena de muerte si así lo quiere el pueblo.
Por ahora, el mejunje le funciona: en las pasadas elecciones regionales, celebradas en junio, batió su propio récord al conseguir en el segundo turno, como cabeza de lista de la región de Nord-Pas-de-Calais, más de un 22% de los votos. "Soy presidenciable", aseguró en aquel momento, con su sonrisa de siempre. Muy pocos la creyeron entonces.
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