La final de Johan Cruyff
El legendario holandés se siente más cercano a La Roja, que simboliza la evolución del juego que abanderó en los años setenta y en el Barça, mientras que la 'oranje' señala más su recesión
Johan Cruyff comenzó la Copa del Mundo con la esperanza de que España triunfara futbolísticamente y el deseo de que las cosas le fueran bien a Holanda. Ambos deseos se han cumplido, para mayor gloria de El Profeta, y a mitad de camino, a caballo de Sudáfrica y su residencia de El Montanyà, ha tenido tiempo incluso de devolver la insignia de presidente de honor del Barcelona. No necesita ninguna distinción, ni siquiera acreditación, para ser reconocido como uno de los personajes más fascinantes del fútbol. Ni siquiera ha precisado ganar el Mundial para ser considerado uno de los mejores campeones de la historia porque la grandeza no se mide necesariamente por los trofeos obtenidos, sino también por la influencia que provocan determinadas maneras de entender el juego. Más que la final de Cruyff, que también, el partido del domingo en Johanesburgo supone sobre todo el triunfo del cruyffismo como religión universal.
Como la Hungría de 1954, la Holanda de 1974 nunca levantó el trofeo
Ambas se ganaron, sin embargo, más credibilidad que algunos campeones
La selección de Del Bosque no admite personalismos ni el culto al egoísmo
"Le falta Messi", decían los argentinos, que ahora dicen: "Nos falta Xavi"
Hoy todos los equipos desean ser España como antes querían parecerse a Holanda
El fútbol es azulgrana; la administración y gestión, madridista, y el presidente, vasco
"¿Con quién voy?, se pregunta Cruyff en su articulo de El Periódico. "Soy holandés, pero defiendo el fútbol que juega España", se responde. La misma afirmación que transmitió a EL PAÍS nada más comenzar el torneo. El drama de Cruyff es que se siente más cercano a la selección española que a la holandesa porque La Roja simboliza la evolución del juego que abanderó en la década de los setenta, regularmente reflejado en el Barça, mientras que la oranje señala más su recesión. El punto de partida continúa siendo la Holanda de 1974. Nunca levantó el trofeo, como tampoco la Hungría de 1954. Sin embargo, ambas se ganaron la credibilidad que nunca tuvieron selecciones coronadas, seguramente con la excepción de Brasil. Juegue quien juegue, la canarinha siempre será esclava del impacto que provocó su artística actuación en el Mundial de México 1970, cuando llegó a formar con cinco dieces en la delantera: Jairzinho, Gerson, Tostão, Pelé y Rivelino.
A Cruyff le da igual que el fútbol le deba una Copa a Holanda. A veces son los equipos pequeños los que se cobran las grandes deudas. La Quinta del Buitre nunca ganó la Copa de Europa y, sin embargo, su huella futbolística fue especialmente benigna para el fútbol español. Más trascendente fue todavía la onda expansiva del dream team de Cruyff. El éxito actual del fútbol español, y también el de La Roja, se explica precisamente por fenómenos como los vividos durante los ochenta en el Madrid y los noventa en el Barça. Nunca fueron éxitos nominales sino colectivos. Jamás se les conocerá por el nombre de un futbolista o un entrenador determinado, o por un cheque al portador, sino que han pasado a la posteridad por su espíritu asociativo, solidario, total, respetuoso con las leyes del fútbol, deporte de equipo por excelencia, nunca una competición individual. Ahí está la diferencia entre Diego Armando Maradona y Cruyff. Ambos han trascendido de manera muy diferente.
La Roja está impregnada del espíritu de Cruyff y de la estética del Barça, de la misma manera que tiene los rasgos reconocibles del gen competitivo del Madrid, la épica española de toda la vida, y se mantiene permeable a las influencias propias del momento futbolístico. El toque de Xavi, la garra de Ramos, el gol de Villa, el despliegue de Xabi Alonso o la naturalidad de Capdevila se complementan extraordinariamente en un equipo plurinacional que juega con la pelota del Barça. El fútbol pertenece al equipo azulgrana, la administración y gestión la llevan figuras del madridismo y el presidente es un vasco. Y la mayoría de los aficionados sienten suya la selección porque el debate de los clubes ha sido sustituido por el sentido de la identificación y pertenencia al juego. Ya no se trata de defender la furia, sino de presumir de una forma de atacar, sin complejos, provocando la admiración de los rivales, resaltando una serie de valores.
España no admite personalismos de ningún tipo ni permite el culto al egoísmo. La prensa argentina subrayaba al inicio del torneo: "A España le falta Messi". A día de hoy, a punto de finalizar el campeonato, se oye: "A Argentina le falta Xavi". Los triunfos no tienen propietario ni llevan la firma de un entrenador. Vicente del Bosque no quiere ni ser ni parecerse a José Mourinho y esquiva cualquier polémica con Luis Aragonés. "Las cosas de Luis" han pasado a mejor vida.
Imposible practicar el individualismo en La Roja. Las figuras están mal vistas en la cancha, en los despachos y en las salas de prensa. El sentido común y la discreción se impone al periodismo a distancia o de despacho y a la banalización. Casillas es noticia por sus paradas y no por su noviazgo con Sara Carbonero. También el politiqueo interesado está mal visto y ya no se pregunta por el color de las medias de los jugadores que son catalanes o vascos ni se mira qué jugadores se ponen más o menos trascendentes cuando suena el himno.
Tampoco se mercadea. No se compra ni se vende, sino que se juega. El valor del fútbol es un intangible al que ha contribuido mucha gente, sobre todo los discípulos de Cruyff y de La Naranja Mecánica. Louis van Gaal, por ejemplo, presente también en selecciones como la alemana o la holandesa además de la española. Y muy especialmente Pep Guardiola, un cruyffista radical, el mejor a la hora de desarrollar el juego del holandés. Ahí están Busquets y Pedro, dos futbolistas que hace dos temporadas militaban en la Tercera División al igual que el alemán Müller.
Los españoles juegan de memoria, tienen los automatismos muy aprendidos y su repertorio es tan importante que son muy capaces de resolver el mejor de los partidos con un córner. No desprecian ninguna de las suertes del fútbol. Únicamente se imponen tener la pelota y jugar en el campo del contrario, circunstancia que convierte el trabajo defensivo en un exigente ejercicio de tensión y concentración, tan imprescindible como la fluidez y la velocidad de circulación en el juego de los medios y la versatilidad, profundidad y dinamismo de los delanteros.
Posesión, presión y precisión. Al adversario no le queda más remedio que correr detrás del balón y de los españoles. La furia pasó a mejor vida y Cruyff siente hoy que La Roja está más cerca de la selección holandesa que perdió el Mundial de 1974 que de la que disputará el título en Johanesburgo. "España es la copia del Barça", escribe Cruyff, entusiasmado con Guardiola y más receloso con Bert van Marwijk, y sus ayudantes, Frank de Boer y Cocu, que ya pertenecen a una generación distinta de la que tuvo en el Barça, más cercana a Van Gaal.
Ahí está el éxito de Cruyff por encima de cualquier Copa. El fútbol que propagó perdurará siempre a partir de equipos como La Roja. Hoy, todos los equipos quieren ser España, gane o no el título, de la misma manera que antes la mayoría quería parecerse a Holanda por sus finales de 1974 y 1978. Difícilmente puede haber una mejor victoria y un mayor honor.
Cruyff se sentirá orgulloso el domingo de la final. A un lado, Holanda, una selección que, en palabras del periodista Simon Kuper, refleja "la inteligencia nacional del fútbol más que la calidad individual de los jugadores". Y al otro, España, la versión más modernizada de La Naranja Mecánica, sin grandilocuencia, a la española si se quiere, heredera del fútbol más revolucionario, aquel en que el espíritu colectivo prima sobre la mayor de las individualidades. Nadie la retrata mejor que Del Bosque y su jugador preferido, Busquets.
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