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Reportaje:

Justicia tardía para Bergmann

La rehabilitación de una atleta judía, a quien los nazis quitaron su récord de altura e impidieron competir en Berlín 1936, saca a la luz una triste historia olímpica

Carlos Arribas

"La competición deportiva y caballerosa despierta las mejores cualidades humanas. No separa, sino, al contrario, une a los rivales en comprensión mutua y respeto recíproco. También ayuda a fortalecer los vínculos de paz entre las naciones. Que la llama olímpica, por tanto, nunca se extinga".

Para saber que Adolf Hitler mentía como un bellaco al escribir estas frases en el preámbulo del informe oficial de los Juegos de Berlín, en 1936, no hacía falta esperar a que el Ejército nazi comenzara a invadir Europa tres años más tarde; para percibir cómo la retórica olímpica, la palabrería hueca, volvía a utilizarse para tratar de ocultar la cruda realidad no hacía falta ser historiador. Bastaba con ser mujer, alemana, judía, deportista y vivir en los años treinta del siglo pasado. Bastaba con llamarse Gretel Bergmann.

"No podía ver los Juegos por la 'tele'. Me sentaba y maldecía", dice
La deportista se ganó la vida en Nueva York como limpiadora

A Gretel Bergmann la federación alemana de atletismo, con 73 años de retraso, le ha reconocido públicamente que el 30 de junio de 1936 batió el récord nacional de salto de altura con una marca de 1,60 metros. Lo que no han podido devolverle es el derecho a participar en los Juegos de 1936, del que fue privada por ser judía. Su historia, unos recuerdos que aún le perturban, pues Gretel Bergmann sigue viva, tiene 95 años y reside en Nueva York, es también la memoria de uno de los periodos más negros de la historia olímpica.

Expulsada de su club con el advenimiento del nazismo, Gretel Bergmann fue enviada por sus padres a estudiar a Reino Unido, donde se proclamó campeona británica en 1934 y 1935. Incluso estaba a punto de nacionalizarse cuando, a mediados de 1936, el año de los Juegos, los dirigentes nazis la llamaron de regreso a Alemania. El régimen la necesitaba para responder a la presión internacional y neutralizar la amenaza de boicot estadounidense por la discriminación hacia los judíos establecida en 1935 con la promulgación de las leyes de Nuremberg, que privaba a los judíos de la condición de "ciudadanos" para convertirlos en "sujetos".

Un enviado de Avery Brundage, presidente del Comité Olímpico de Estados Unidos, negoció con Hitler directamente la participación de un deportista judío en el equipo alemán como elemento simbólico, una muestra de que no había discriminación, siguiendo la forma de hacer en su país con los negros. Aunque Hitler se mostró reacio de entrada, finalmente cedió por miedo a que un boicot le privara de la oportunidad del espectáculo olímpico que planeaba ofrecer al mundo como muestra del poder nazi. Estados Unidos pidió además que el judío de muestra fuera Bergmann, ya que su caso había sido aireado en la prensa norteamericana.

Berlín aceptó, prometió a Brundage que la judía sería tratada como los demás deportistas, invitó a Bergmann a regresar de Londres y la incluyó en la preselección olímpica alemana. Sin embargo, el Comité Olímpico de Alemania (COA) nunca tuvo la intención de dejarla participar, ya que era judía al 100% según las leyes de Nuremberg, de padre y madre judíos. Así, aunque Bergmann ganó en junio los campeonatos de Württemberg, no se le permitió participar en los campeonatos nacionales, que eran obligatorios para quien quisiera formar parte del equipo olímpico. A Bergmann no le informó el presidente del COA, Karl Ritter von Halt, de que no participaría en los Juegos hasta que el equipo norteamericano inició su viaje en barco hacia Alemania. Como compensación, le ofreció entradas para asistir a la competición en el estadio, pero ella las rechazó e inmediatamente emigró a Estados Unidos, donde se proclamó campeona nacional de salto de altura en 1937 y 1938. Su puesto como judía de muestra en el equipo olímpico alemán lo ocupó la esgrimista Helen Mayer, tan sólo medio judía, ya que su madre era aria y aún era considerada ciudadana. En salto de altura participó Dora Ratjen, que terminó cuarta y de quien se supo un par de años después, tras ganar el Campeonato de Europa de su especialidad, cuando algunas compañeras apreciaron que tenía barba, que no se llamaba Dora sino Hermann, que era un hombre a quien las Juventudes Hitlerianas habían obligado a hacerse pasar por mujer.

Bergmann, una mujer que no olvidaba y que confesó que la rabia por la tragedia del pueblo judío le daba fuerzas para saltar más, rechazó en 1986 una invitación para regresar a Alemania en la celebración del 50º aniversario de Berlín 1936. "Aunque han pasado 50 años, mi amargura y mi decepción aún permanecen enteras", respondió Bergmann, ya ciudadana estadounidense, hincha de los Yankees, que había cambiado su nombre por el de Margaret Lambert. Sin embargo, sí que ha aceptado el tardío reconocimiento de la federación germana, acelerado por el reciente estreno de una película, Berlín 36, que narra su historia. "Al principio, ni podía ver los Juegos Olímpicos por la tele. Me sentaba y maldecía", dice Bergmann, que se ganó la vida en Nueva York como limpiadora; "ahora ya me he suavizado. He vuelto un par de veces a Alemania aunque había jurado que no pisaría jamás ese suelo, pero no se puede castigar a los jóvenes alemanes por lo que hicieron sus padres y abuelos".

Más rápida fue la rehabilitación de los jefes nazis que dirigieron el COA y que no pasaron por la criba de la desnazificación de la vida pública germana: en 1951, el COA fue readmitido en el COI y Ritter von Halt fue repuesto como presidente pese a su activa participación en la política nazi. "Nuestras reglas no permiten la discriminación contra nadie por razones políticas", argumentó el presidente del COI, el sueco Sigfrid Edstrom.

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Sobre la firma

Carlos Arribas
Periodista de EL PAÍS desde 1990. Cubre regularmente los Juegos Olímpicos, las principales competiciones de ciclismo y atletismo y las noticias de dopaje.

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