Di Stéfano, Kubala, Suárez...
Comparto con Serrat, y tantos otros arrapiezos catalanes, el mito ya cantable de Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón. Ahí están esos cinco cromos junto a las fotos de mis seres queridos y a los vacíos de los animales que se me han muerto. Y de aquella adolescencia sensible extraigo una foto que empezó siendo deportiva y acabó siendo política. Di Stéfano bebiendo agua de la Fuente de Canaletas, en plena Rambla, señal simbólica de que nunca abandonaría Barcelona, a pesar de que las aguas ya sabían algo a cloro y no eran las mismas que había hecho traer siglos atrás Fivaller desde las colinas más propicias.
Venía Di Stéfano, saeta rubia para los entendidos, del brazo de Samitier, el gran fichador del Barcelona de aquellos tiempos, y fue presentado como el mejor jugador latinoamericano, según algunos con permiso de Rossi. Y de pronto, como si se hubiera tratado de una aparición, la saeta rubia se esfumó y reapareció en Madrid, donde el cabo voluntario del ejército franquista, señor Bernabéu, liberador de Cataluña dominada por los rojos, tiraba de uno de los extremos de aquella saeta reclamándola para el Real Madrid. Tan política se puso la cosa que por ahí estaban el delegado nacional de Deportes, creo que por entonces lo era el general Moscardó o en su defecto el falangista Elola Olaso y también el presidente de la Federación Española de Fútbol, Sancho Dávila, primo hermano de El Ausente, es decir, de José Antonio Primo de Rivera. Tal vez estos nombres dejen indiferentes a las nuevas generaciones, partidarias, como yo, de Jim Morrison o de Cameron Díaz o del subcomandante Marcos, pero Sancho Dávila era feligrés de la dialéctica de los puños y las pistolas y la foto de José Antonio compartía pared con la de Franco en casi todos los colegios y casi todas las fachadas de las mejores y las peores calles de las ciudades de toda España.
Franco era un fanático del Real Madrid y discutía las alineaciones con sus escasos amigos. Cuando cuajó aquella irrepetible delantera Kopa, Molowny, Di Stéfano, Rial y Gento, se permitía discrepar sobre la utilización del talento de algunos jugadores y opinaba que solucionar un partido a penaltis era digamos que una mariconada, con perdón, y que lo más viril era resolverlos a córners. No sé si me explico. Todas las autoridades deportivas visibles o invisibles propusieron que el Barça y el Real Madrid compartieran a Di Stéfano, un año en el Barça, otro en el Madrid, y mientras tanto el presidente del Barcelona empezó a recibir presiones, insinuaciones, amenazas, intervenciones en sus negocios y el club tiró a Di Stéfano por la ventana, con la garganta llena de congojos, y en la calle la indignación de la todavía no llamada sociedad civil que sumó el robo de Di Stéfano a los excesos del franquismo.
Pero aquella temible reunión de Kubala y Di Stéfano se produjo en una selección catalana de desagravio, que hoy no habrían tolerado ni Aznar ni sus capataces judiciales. Fue un partido memorable y la encarnación del sueño de un equipo capaz de alinear al genial Eulogio Martínez junto a los verdaderamente galaxiales Kubala y Di Stéfano, el precozmente mágico Luisito Suárez y Evaristo y Villaverde y los húngaros que escaparon del frío, Kocsis y Czibor.
Y luego resultó que, efectivamente, Di Stéfano era genial. Que ganó no sé cuantas Copas de Europa y se atrevió a anunciar medias de señora por el procedimiento de seguir siendo Di Stéfano de cintura para arriba, pero dotado de unas espléndidas piernas femeninas adecuadas para las medias Berkshire. No lo sabíamos. Pero con Di Stéfano había llegado la primera postmodernidad.
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