Extraño maldito embrollo
Tiene anzuelo y
engancha el arranque de este thriller inspirado en un suceso verídico, que luego no da todo lo que inicialmente promete y se resiente de bajonazos en la alta tensión emocional en que quiere movernos. Uno sale del cine apenado por que no haya sido bien devanada la intrincadísima madeja de acontecimientos que ocurren en el esquinazo de una calle que finalmente se convierte en trampa de una terrible serie de malos azares convergentes. El asunto merecía estar mejor construido en la escritura y un empleo más sabio de patrones genéricos del thriller clásico. Pero Dominique Forma pone en pie una trama de género sin acudir a patrones genéricos, y el armazón de los sucesos se le convierte en castillo de naipes.
ESCENAS DE UN CRIMEN
Dirección y guión: Dominique Forma. Intérpretes: Jeff Bridges, Jon Abrahams, Noah Wyle, Morris Chestnut, Madchen Amick, Peter Greene, Bob Guinton. Género: thriller. Estados Unidos, 2002. Duración: 90 minutos.
Hay en Escenas de un crimen una deficiente definición del crescendo emocional, de la respiración de la intriga. Las aceleraciones y las treguas se interfieren, lo que hace plana la secuencia. Propone un complicado juego de acciones paralelas que no dan la impresión de ocurrir paralelamente. Mueve simultáneamente muchos hilos que no se funden en uno solo, lo que quita de la sucesión de imágenes sensación de simultaneidad. Los intérpretes (salvo Jeff Bridges) carecen de pegada fotogénica y no permanecen en la retina cuando salen de la pantalla, por lo que se les olvida, y éste es un defecto grave en un filme cuya inteligibilidad pide que sepamos qué está haciendo en cada momento cada personaje.
Los planos cortos e inquietos, la cámara que parece flotar en el aire, la huida de los signos de ortodoxia del thriller clásico, todo esto no favorece a Escenas de un crimen. Atrapado y arrastrado por la procedencia de los crímenes en cuyo vértigo nos mete -que saltaron de la crónica negra del periodismo neoyorquino-, Dominique Forma hace entrar en colisión el contenido dramático de los sucesos que representa y la forma desdramatizada de representarlos. El lado trágico de esos hechos sólo se hace evidente cuando se apodera de la imagen un rostro capacitado para expresar violencia como el de Jeff Bridges, uno de los grandes de su oficio, que por sí solo hace subir la intensidad emocional de la pantalla en cuanto entra en ella, para vaciarla de esa electricidad íntima cuando sale de campo.
Tiene interés el enfoque de los sucesos en forma de puzzle cuyas piezas poco a poco va encajando entre sí. Pero carecen de interés los rizos de autor y la caída en la tentación de estilo por parte de Forma, que introduce mala cinefilia en las grietas de esas piezas, cuando lo que importa es la limpieza de su engarce, su funcionalidad. Sus movimientos cámara en mano, sus virados, sus panorámicas trazadas con tiralíneas, sus jugueteos con el montaje, su miedo al espacio escénico propiamente dicho y su elección de hacer gravitar la secuencia sobre primeros planos cortos son signos de originalidad no dominada, adornos que distraen al espectador de la rica médula de un asunto que pide ir al grano con rectitud, y el filme no va.
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