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Columna
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El vacío

Josep Ramoneda

Entre los recortes presupuestarios y las llamadas a la unidad de todas las fuerzas políticas hay un enorme espacio vacío: el de la política. Es decir, el de las propuestas orientadas a favorecer los intereses de la mayoría, el de los proyectos que pueden dar sentido a la acción pública en una sociedad como la catalana. El problema de Cataluña es que de "hechos, no palabras" a "recortes y pacto fiscal", llevamos mucho tiempo sin política, después de que nuestros dirigentes hayan asumido sin reparo alguno el principio de que el dinero es la medida de todas las cosas.

Una vez más, la prioridad de los hechos sobre las palabras y el business friendly son hermanos de ideología. Se nos pide unidad, ¿para qué? Para reclamar a Madrid un dinero que nos debe. Pero esto es una reclamación, totalmente legítima, que ciertamente pondrá en ridículo al PSC si, una vez más, a la hora de la verdad, se arruga en el Parlamento español, pero no es una política, es simplemente exigir el cumplimiento de lo acordado. Una política es otra cosa: es dotar a la acción pública de objetivos que sean compartibles por una amplia mayoría social porque en ella se puedan ver reflejados los intereses generales. Un proyecto político digno de este nombre requiere ideología. La ideología corre el riesgo de dividir, porque efectivamente amplios sectores de la sociedad pueden no compartirla. Pero las estrategias alternativas son peores, porque confunden y falsean el debate político: lo desacreditan. ¿Qué se ofrece más allá de la ideología? La disimulación de la propia ideología, con la intención de no producir rechazo en el electorado; la negación de la ideología, es decir, la afirmación de que la ideología hoy es un obstáculo para la gestión de gobierno; la apelación a la ideología nacionalista como instancia superior, por encima de cualquier ideología.

La ideología de que no hay ideología es la ideología económica actualmente dominante, que somete a los Gobiernos al poder dinero, sin margen para la disidencia, porque se ejerce en nombre de la ciencia económica y del bien supremo del crecimiento como objetivo absoluto. Decía Michael Walzer que los mejores principios de justicia son aquellos que tienen en cuenta la especificidad de los bienes objeto de la redistribución. Este principio parece totalmente olvidado. La derecha gobierna como si se tratara de un destino -no se puede hacer otra cosa- y la izquierda se niega cada día un poco más a sí misma. La quiebra de la antigua burguesía y de la antigua clase obrera ha dado al traste con los equilibrios que permitieron, después de la guerra, que Europa conociera unos niveles de igualdad y cohesión social sin precedentes. Aquella burguesía ha dado paso a la jauría de los especuladores y los cazadores de bonos, completamente ajenos a las realidades sociales concretas, y aquella clase obrera, basada en una economía industrial, se ha dividido y dispersado, perdiendo toda fuerza como sujeto político.

De modo que la sociedad catalana vive instalada en el mito de que no hay alternativa. El ajuste es el plan indiscutido que, si no fuera por la torpeza con la que lo ha gestionado el Gobierno, en especial algunos de sus consejeros más novatos, apenas habría sido tema de debate político. Se recorta, pero se disimula: el Gobierno no se atreve a situar abiertamente los recortes en un proceso privatizador de servicios públicos, conforme al modelo ideológico dominante; la oposición es incapaz tanto de defender su legado como de explicar cuál sería su alternativa y para qué.

La llegada del tripartito supuso el desplazamiento del eje político catalán hacia la oposición derecha-izquierda. Con el nacionalismo conservador de regreso, ya volvemos a la vieja división nacionalistas-no nacionalistas (o españolistas). No es extraño que el independentismo diera su gran salto cualitativo en el periodo anterior. Mientras la oposición nacionalistas-no nacionalistas siga funcionando, la independencia estará lejos, porque el país no puede ser de unos, ha de ser de todos. Está bien dar vueltas a quiénes somos, pero hay que saber qué sociedad queremos. Y aquí es donde se da el gran vacío, que la ciudadanía siente que llena la rapacidad de los poderes del dinero, sin que los políticos tengan nada que decir ni que proponer. El resultado es el vacío y la indiferencia creciente de una sociedad en déficit de voz y de organizaciones civiles que la difundan.

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