Un quejido XXL
Soy la gorda. Ese ser al que miras con fastidio cuando escoge sentarse a tu lado en el autobús. El exceso al que respondes, henchido de vana superioridad: "No, no tenemos tallas mayores". Soy esa que odia la llegada del verano, que nunca va a la playa y que se deja el sueldo en cremas de autobronceado.
Soy gorda. Mi reflejo lo grita cada mañana. Tu mirada, oscilante entre la curiosidad, el reproche o la indiferencia, también. Suena el despertador, decido levantarme y mi cuerpo siempre se retrasa. Entonces, se me escapa un quejido y ese quejido me acompaña todo el día.
Espejos pequeños. Bragas enormes. Mensajes amenazadores en la puerta de la nevera. Un poquito más, me digo. Después ya no tomaré nada hasta la hora de comer, me engaño. Y de mi cuerpo, otro lamento.
¿Por qué eres tan gorda, mamá?, me atreví a preguntarle cuando tenía nueve años. Ese interrogante los contenía todos. ¿Por qué yo también lo soy? ¿Por qué se burlan de mí? ¿Por qué cada noche rezo, sueño y me desespero por despertar delgada? Ella se rió, me dio un tirón suave de la coleta y me dijo: "No te quejes, nosotras tenemos mucho de todo, cariño". Pero antes, antes de la risa, del gesto, de la respuesta simpática y del beso cómplice, antes, hubo un suspiro. Un ay con mucho de quejido. Y un único consejo. "Tú haz como yo, hija, tú ríe y todo irá bien".
Así me convertí en la gorda feliz. La bromista, la divertida, la que se burla de sí misma. La amiga perfecta de las mujeres guapas y la mascota de los hombres enamorados de estas. El contenedor de confidencias. El híbrido sin sexo. Soy graciosa. Y los hombres me toman cariño. Me rodean los hombros con sus brazos. A veces, sus manos me acarician una mejilla. Incluso exclaman con entusiasmo algún piropo cuando estreno una de mis prendas XXL. Soy la compañera ideal. Encantadoramente inofensiva. ¡La mujer de las mil risas nunca pone a un amigo en apuros! La gorda no se enamora, ni malinterpreta el cariño. Soy la eunuco de los hombres.
Pero cuando llega la noche, cuando echo la llave de mi soledad, entre viaje y viaje a la nevera, la risa se me quiebra en un quejido y mi cuerpo se torna la prisión del desprecio propio. Entonces, como cuando era niña, busco en la fantasía una ventana por donde escapar. Y sueño que el príncipe de Disney, el mismo que hoy me ha cuchicheado sobre su último ligue en el trabajo, se enamora del ogro. Un ogro vestido con faldas a medida.
El mundo es un lugar muy complicado si no puedes enfundarte en una falda de Zara. Nada parece estar diseñado para mí. Ni la ropa, ni los pequeños e incómodos taburetes de los bares, ¡siempre con medio culo fuera!, ni los servicios de trenes y aviones... A veces, me siento como una giganta perdida en el mundo de Liliput. Pero, por favor, buen liliputiense, abstente de juntarme con los de mi especie. Ni te imaginas cómo querría desaparecer, algo harto difícil por mis dimensiones, cuando acudo a una cita a ciegas organizada por algún alma cándida y compruebo que ese hombre del que tanto me han hablado, ese personaje tan divertido, encantador, quizás algo rellenito, es un gordo como yo. Camino hacia la mesa que me indica el camarero y empiezo a hacer un cómputo de sus kilos de más. Observo cómo su sonrisa de galán se va petrificando a medida que se acortan las distancias entre él y yo. Otra gorda, imagino que piensa él, y tratando de disimular, inicia un gesto de cortesía. Se levanta y, al instante, se le escapa un leve, amordazado, casi imperceptible, quejido. Nos sentamos con un quejido. Con otro miramos la carta y pedimos una ensalada y un pescado a la plancha, aunque ambos nos zambulliríamos en un plato de pasta y un chuletón. De postre, un raquítico carpaccio de piña y dos besos de despedida. Qué estúpida, qué ridícula, qué grotesca me siento mientras revivo la noche devorando un pote familiar de helado de chocolate. Y así, entre cucharada y cucharada, más quejidos de culpabilidad.
Mañana me pongo a dieta, me juro y me perjuro cuando apago la luz del dormitorio. Endocrinos, homeópatas, psicólogos, sanadores y brujos han pasado por mi vida desde que tengo uso de razón. Las dietas de 1.200 calorías, la de Montignac, la de piña o la de sirope de savia de arce son sólo un puñado de hojas del inacabable catálogo de las promesas incumplidas. Un álbum con todos los cromos del fracaso. Un vano intento de enamorarme de mí misma.
Sí, soy la gorda. La que de pequeña llamabas vaca burra. O foca. O bola de sebo. Soy la protagonista del chiste que ayer contaste o que tanto te hizo reír. Aquella cuyo nombre siempre va seguido del calificativo. La invisible para el hombre que sueño. La que querría ser otra, tal vez tú misma. Pero he de dejar de escucharte. Tengo que desprenderme de tu mirada. Solo así podré librarme de esta risa saciada de soledades y lágrimas. De este inútil, patético y maldito quejido.
http://alteregosalterados.blogspot.com/
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