El nada discreto encanto de la burguesía
Un tipo nacido en el número 26 de la calle de Llúria, que vive a pocos metros, en Casp, y que en 1944 tardaba nueve minutos exactos en el coche de su padre en cubrir el trayecto desde casa hasta la Salle de la Bonanova, donde estudiaba, está genéticamente diseñado para retratar a la burguesía barcelonesa. Es lo que ha hecho Lluís Permanyer en L'esplendor de la burgesia (Angle Editorial): vaciar archivos, buscar imágenes poco o nada divulgadas del florecimiento del Eixample desde el último tercio del XIX hasta la llegada del ricorso noucentista en el segundo decenio del siglo pasado y simplemente ponerse a hablar sobre la vida de aquella ciudad. El lema de este periodista que pisa el terreno y si conviene desfila sobre él para denunciar abusos desde su sección semanal (1988) de La Vanguardia, es: primero la foto, después la escritura.
El nuevo libro de Permanyer huele: a perfume caro, buen café y bollería recién horneada
El libro de Permanyer huele: a perfume caro, buen café y bollería recién horneada. A habanos y licores, tapices y maderas, camisas almidonadas y sedas finas. A gasolina y a villeggiature interminables. Huele a espacios abiertos y saneados tras el flatulento estallido de las murallas en 1854. Huele, cómo no, a dinero fresco: la rápida colonización del far-west de promisión se produce en un momento de euforia, con las máquinas echando humo en las industrias (el año que viene se cumple el 150º aniversario del plan de Cerdà, evento sobre el que dentro de unas semanas aparecerá otro libro de Permanyer).
-Dice que el modernismo fue un renacimiento.
-Fuera de tiempo, pero lo fue. Afectó a todo, desde la arquitectura hasta la joyería pasando por el diseño de muebles, y tuvo su sustrato en un nacionalismo ético y político que, por una vez y sin que sirva de precedente, no fue baix de sostre. En ningún otro lugar se da una concentración mayor de modernismo que en la derecha del Eixample.
-Con algunos tropiezos. Cuenta usted que los vecinos denunciaron a la casa Milà porque, según ellos, la fealdad del edificio les hundía el valor del palmo cuadrado construido.
-A partir de su primer trazado, de 1827, el paseo de Gràcia se convirtió en el lugar para observar la suntuosidad del vecino y compararla con la propia. De ahí el rápido éxito de los comercios, las terrazas y otros lugares de ocio. Hasta aquel momento, el único escenario había sido La Rambla. Fue un cambio de perspectiva trascendental.
-¿Qué le dio a esa generación para ponerse a ostentar hasta tal punto?
-Un espíritu de competición entre constructores. Fíjese en la Casa de les Punxes
[la entrevista tiene lugar en el Bauma]. Es la única a cuatro vientos de todo el Eixample. El propietario pidió a Puig i Cadaflach que fueran tres inmuebles distintos, con escaleras independientes. Tenía tres hijas y había que repartir el patrimonio.
-Un castillo de Ludwig en plena Diagonal.
-Sí. Sobre el reloj de sol de la fachada está escrito: "Sant patró de Catalunya torneu-nos la llibertat", lema que excitó sobremanera a Lerroux, que le dedicó unos artículos delirantes.
-Pero, aparte de la política, se construyó una nueva forma de vida.
-El deporte, de influencia anglosajona (el diseño industrial fue de inspiración francesa), tuvo mucho que ver. Se instauró una forma de vida saludable. Mi padre boxeaba, frecuentaba el gimnasio y me envió a estudiar a un college neogótico de la Bonanova, como lo eran también los Jesuitas y el de Jesús y María.
-Su padre practicaba las tres maneras barcelonesas de descubrirse.
-Correspondían a las tres categorías de relación: amigos, conocidos y saludados. Un arte.
-¿Soporta mal la globalización esta ciudad?
-No creo, puede suponerle un segundo nacimiento. Desde el punto de vista de la forma de Barcelona, hay tres momentos urbanísticos principales: la demolición de la segunda muralla en el siglo XIV, el Eixample y la reforma olímpica. Pero esta última es otra historia.
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