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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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El lujo de las citas

Enrique Vila-Matas

1

"¿Yo? Persigo una imagen, solamente" (Gérard de Nerval).

2 El lujo de las citas, de las líneas ajenas que incluimos en nuestros propios textos, el atractivo de una declaración tan enigmática como la de Nerval. Algunos de mis paisanos odian las citas: ven mal cierta erudición y dan la consigna estúpida de que "al escribir no hay que deberle nada a nadie". Amante de las citas, voy caminando por París bajo la lluvia, por el cementerio laico de Père-Lachaise, dejándome llevar por el inconsciente fluir de los días de siempre. Voy hacia la tumba de Nerval, aquí enterrado. Y avanzo enmascarado. Aspiro a que alguien descubra que he perseguido siempre mi originalidad en la asimilación de otras máscaras, de otras voces. Voy caminando por Père-Lachaise mientras recuerdo las palabras de Juan Perucho que César Antonio Molina recoge en un emotivo capítulo de Esperando a los años que no vuelven, libro de viajes y de recuperación de la memoria artística en el que no faltan las citas, porque el autor levanta actas culturales de todo cuanto le sale al paso y convierte en tan intenso como perfectamente verosímil el regreso a lugares donde nunca estuvimos.

"No regresaré jamás a Albiñana", dice Perucho hacia el final de la visita de su amigo Molina a su piso de la avenida de la República Argentina de Barcelona. Como se sabe, Perucho no volvió a Albiñana después de su polémica con las autoridades del pueblo, que no le concedieron el deseo de poder yacer en tierra dentro del cementerio y no en un horrible nicho. Perucho comenta, en la hora de su despedida, lo mal que el país ha tratado siempre los huesos ilustres: "En el Père-Lachaise de París, donde hay enterrados judíos, musulmanes y cristianos anónimos junto a nombres como los de Rossini, Chopin, Balzac, Proust, Apollinaire o Wilde, estuvo Leandro Fernández de Moratín, uno de nuestros afrancesados y librepensadores. Estaba tan tranquilo hasta que luego se lo llevaron a la colegiata de San Isidro, después al cementerio del mismo santo madrileño donde, de acuerdo con su categoría de huesos de español ilustre en el ejercicio de las letras, se perdieron definitivamente (...) Sí, no volveré más a Albiñana".

3 Comenta Susan Sontag en el prólogo de la singular y hoy algo extraviada novela Vudú urbano, de Edgardo Cozarinsky: "Su derroche de citas en forma de epígrafes me hace pensar en aquellos filmes de Godard que estaban sembrados de frases ajenas. En el sentido en que Godard, director cinéfilo, hacía sus filmes a partir de y sobre su enamoramiento con el cine, Cozarinsky ha hecho un libro a partir de y sobre su enamoramiento con ciertos libros".

Me formé en la era de Godard. Lo que había visto en Godard y otros cineastas innovadores de los años sesenta lo asimilé con tanta naturalidad que después, cuando alguien reprochaba, por ejemplo, la incorporación de citas a mis novelas, me quedaba asustado de la ignorancia de quien censuraba aquello que para mí era lo más normal del mundo. Además, no podía olvidarme de ejemplos extremos como El libro de los amigos, de Hugo von Hofmannsthal, colección de aforismos que, junto a textos del autor, incorporaba "voces amigas": un centenar de máximas ajenas que se integraban en la visión del mundo del propio Hofmannsthal.

Fernando Savater dice que las personas que no comprenden el encanto de las citas suelen ser las mismas que no entienden lo justo, equitativo y necesario de la originalidad. Porque donde se puede y se debe ser verdaderamente original es al citar. Por eso, algunos de los escritores más auténticamente originales del siglo pasado, como Walter Benjamin o Norman O. Brown, se propusieron (y el segundo llevó a cabo su proyecto en Love's Body) libros que no estuvieran compuestos más que de citas, es decir, que fuesen realmente originales...

Plenamente de acuerdo con Savater cuando dice que los maniáticos anticitas están abocados a los destinos menos deseables para un escritor: el casticismo y la ocurrencia, es decir, las dos peores variantes del tópico. Citar es respirar literatura para no ahogarse entre los tópicos castizos y ocurrentes que se le vienen a uno a la pluma cuando nos empeñamos en esa vulgaridad suprema de "no deberle nada a nadie". Y es que, en el fondo, quien no cita no hace más que repetir, pero sin saberlo ni elegirlo. "Los que citamos", dice Savater, "asumimos en cambio sin ambages nuestro destino de príncipes que todo lo hemos aprendido en los libros (y ahí va otra cita disimulada, ja, ja, larvatus prodeo...)".

4

"Cita: repetición equivocada de lo que ha dicho otro" (Marilyn Monroe).

5 Un cementerio como éste también es todo un lujo de citas. Me detengo en la tumba de Balzac, enfrente mismo de la de Gérard de Nerval, en la división 49 de Père-Lachaise, al norte de París. Escribimos siempre después de otros, y quizá por eso tantas veces perseguí -con citas literarias distorsionadas o inventadas que ayudaban a crear sentidos diferentes- una imagen mía hecha con rasgos ajenos, y quizá por eso tantas veces fragmenté el antiguo texto de la cultura, y diseminé sus rasgos haciéndolos irreconocibles, del mismo modo que se maquilla una mercadería robada. Así fui abriéndome camino, así fui avanzando. Para andar por ahí nada tranquiliza tanto como una máscara. Me sentía un depravado cuando me alegraba en secreto de disfrazarme tanto, de construir mi estilo con andaduras ajenas. Larvatus prodeo, que decía Descartes. ¿Yo? Persigo una imagen, solamente. Esta imagen con máscara en un cementerio. Esta imagen de amante de las citas con la que avanzo ahora, bajo la lluvia, hacia la tumba que tengo enfrente. Voy despacio, sigiloso, con la mirada iracunda y simulando una cojera, con un bastón y una máscara de Arlequín, perfectamente oculto. Voy a saludar a Nerval. Larvado, como siempre.

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