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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La galaxia de El Prat

Acudí a El Prat para informar sobre los efectos colaterales de la guerra de las galaxias que allí se libra para controlar el Imperio. Mi diario tenía destacados en la zona a valientes corresponsales que habían ido informando desde la primera línea de fuego sobre las posiciones ocupadas por las distintas alianzas, la Oneworld (Unmundo), la Star Alliance (Alianza Estrella) y Sky Team (Equipo del Cielo). La verdad es que yo no acababa de saber quiénes eran los buenos y quiénes los pérfidos en este conflicto, aunque no ocultaré mis simpatías por el Equipo del Cielo, que me parece un nombre más simpático que los otros dos, demasiado pretenciosos, pero mi misión de reconocimiento se hallaba por fortuna muy alejada del núcleo del conflicto. Yo debía reportar sobre los límites, esa huerta húmeda del Baix Llobregat por la que el río, remansado y silencioso (hasta que no le da por el estropicio), se dirige exhausto hacia el mar. Hace años, yo había patrullado a menudo por la región, pues la central se hallaba muy cerca de allí. Los comandos operativos de entonces solíamos ir a mediodía en alegre francachela, bien a Can Pep, bien, pasada la colonia holandesa de La Seda, a algún chiringuito de la playa, una playa en la que estaba prohibido bañarse por la contaminación del agua y que era frecuentada por profesionales del cuerpo (el de carne y hueso, no el de la milicia) que allí tomaban el sol a resguardo de bañistas indiscretos.

¡Ah, pequeño mundo antiguo! Para acceder al mar había que serpentear por una carretera secundaria que limitaba con la cabeza de pista, donde, aunque estuviera prohibido, solíamos parar para contemplar extasiados las panzas ribeteadas de los aviones, mientras conteníamos el aliento hasta que las garras de la bestia tocaban el asfalto, desprendiendo un humo blanco que era un canto a la resistencia de materiales. Más allá, la carretera pasaba entre el cámping Cala Gogó y el club de golf, y desembocaba en una avenida de pinos retorcidos por el tórrido viento del sur, que moría en la misma arena. Era un finis terrae en toda regla. Al norte limitaba con los marjales insalubres del río, y hacia el sur, con ciertas instalaciones militares (¿una avanzadilla de alguna de las alianzas actualmente en liza?) hasta las que nunca habíamos llegado, pues los senderos se perdían en terrenos baldíos donde hubiera sido fácil caer en alguna emboscada. Hoy Cala Gogó y el club deportivo que reunió a apellidos tan ilustres como Bertrand, Caralt, Mas Sardà, Daurella, Delàs, Fisas, Godó, Mateu y Sentmenat han desaparecido, engullidos por la tercera pista del Imperio. La antigua carretera pasa por debajo de esa pista, flanqueada por un espacioso carril bici, bien segregado. Más allá bordea Cal Vallejo, la torre noucentista rematada por pérgola florentina y cenefas modernistas habitada por los masoveros de la Ricarda, la finca agrícola y de veraneo de la familia del textil algodonero Bertrand i Serra. A través de la cerca de juncos se descubre un campo de fútbol pelado ante las porterías, un frontón de cemento agrietado por las humedades y unas caballerizas que guardan maquinaria agrícola. Un pavo real cruza absorto uno de los camino de grava del parque. A aquella burguesía, acaso no menos galáctica que las actuales fuerzas del Imperio, le dio por ejercer de gentleman farmer en medio de una huerta que abastecía al Born de verduras y pollos de pata azul. Eso permanece: los campos están cultivados con alcachofas, espinacas, coles, calabazas y tomateras que trepan por espalderas de caña. La vegetación es explosiva: hay tamarindos, adelfas, retama, sauces lánguidos e higueras junto a muros en ruina, jazmines, madreselvas, zarzales de moras oscuras, pitas, plátanos, laureles, pinos, cipreses, palmeras. Huele a delta, ese olor complejo, africano, algo ácido, mezcla de abono, agua de marisma y vegetación sobredimensionada. Hay también muchas aves que viven al margen de la guerra de las galaxias: yo vi mirlos, hurracas, cotorritas americanas, garzas afiladas de cuello interrogante y nerviosos gorriones picoteando por los sembrados. Mariposas de un amarillo muy pálido punteaban el horizonte. El antiguo finis terrae prosigue ahora convertido en un lungomare socialdemócrata, con chiringuitos de madera escandinava, caminos de listones para llegar hasta el agua, duchas de diseño, focos encaramados a postes de acero corten y muchos carteles que prohíben adentrarse en las zonas no señalizadas donde anidan los pájaros. El camino concluye en el Mirador de la Roberta. Allí se divisa el estanque del mismo nombre, donde nadan indolentes dos gallines d'aigua; los terrenos del antiguo golf que esperan ser reciclados en parque público (se supone que conservando el edificio social, obra de Coderch), y por detrás la tercera pista, muy transitada. Al fondo, las famosas instalaciones militares que siempre habíamos temido. De vuelta, me fijé en las "huertas lúdicas municipales" y pensé en los sacrificios que exigía la vieja huerta, nada lúdica. Pero eso ocurría mucho antes de la guerra de las galaxias, en tiempos del golf, los chiringuitos y las alegres patrullas en misión de reconocimiento.

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