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Columna
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Los costes de un cierto consenso educativo

Joan Subirats

Tenemos noticias. Buenas y malas. Las buenas son que, después del acuerdo entre CiU, el PSC y ERC, parece que tendremos por primera vez una ley de educación catalana y que será ampliamente consensuada. Las malas son que no parece que se trate de la ley que necesitamos y que es una ley que, de aprobarse como aparentemente se está tramitando, persiste en el grave error de no considerar a los gobiernos locales como administraciones educativas de pleno derecho. Teníamos un Pacto Nacional por la Educación en el que estaban todos los actores significativos del sistema educativo catalán, menos CiU y el sindicato USTEC. Ahora tendremos una ley en la que estará CiU, en la que no estará ninguno de los sindicatos más representativos del sistema y en la que una de las formaciones que forman el tripartito expresa dudas y desacuerdos más que notables. Pero al margen de quién esté dentro o fuera, lo significativo es si esta ley va a contribuir o no a que la salud de la educación infantil, primaria, secundaria, universitaria y de adultos del país mejore o no. Mi respuesta, a salvo de mejoras sustanciales en las fases de tramitación legislativa que faltan completar, es que no va contribuir sustancialmente a ello.

Cualquier alcalde sabe que la calidad de la educación será determinante para avanzar en el desarrollo local

El punto de partida de la nueva ley fue el Pacto Nacional por la Educación. En él se acordaba incorporar la escuela concertada a las dinámicas de la escuela pública, con mecanismos financieros que aseguraran los compromisos globales del sistema a través de contratos programa que compensaran a unos y otros. Pero ello se postulaba a cambio de la consideración unitaria del servicio público educativo catalán, a cuya provisión contribuían operadores públicos y privados. Los mimbres acordados por CiU, el PSC y ERC y difundidos por los medios apuntan a que se seguirán manteniendo las excepcionalidades permitidas a la escuela concertada en términos de separación por sexos, extraterritorialidad de sus vinculaciones, recursos para su creación o mejora, e incluso adaptaciones lingüísticas en clave de autonomía de centro. El énfasis desde el Gobierno se ha puesto en incorporar a CiU al acuerdo, aun a costa de perder plumas en los apoyos más de izquierdas o sindicales. Parecería que la disputa de la hegemonía política en Cataluña ha conducido a un sector del PSC a apuntalar a las escuelas elitistas y segregadoras del Opus, que gozan del concierto económico gracias a que Carme Laura Gil se tapó la nariz al hacerlo, y que Irene Rigau haya persistido en el error, a pesar de que su trayectoria personal y de gestión no coincida con ello. No es ninguna sorpresa que Unió Democràtica pugne por ello. Para mí la sorpresa es que el PSC quiera disputarle ese espacio y que ERC le acompañe. Seguiremos financiando con fondos públicos escuelas que practican la segregación por sexos. Y tras más de 12 años en los escolapios, religiosamente masculinos, no acabo de ver las virtudes del modelo. Tampoco entiendo el argumento de que así chicas y chicos van mejor, ya que, de ser cierto, deberíamos seguir con tan conveniente separación en etapas posteriores. No me vale el cuento de que cada Gobierno decidirá en su momento si se renueva el concierto o no, cuando en la ley no se zanja el tema.

¿Qué decir del tema municipal? ¿Hay alguien que discuta que la capacidad de compartir protagonismos y responsabilidades educativas en los territorios, por parte de distintas esferas de gobierno es la mejor alternativa posible? Pues bien, los acuerdos adoptados hasta ahora no van más allá de lo ya acordado en el artículo 84 del nuevo Estatuto, difuminando de hecho la potencialidad de las responsabilidades municipales al respecto. Con su veto, CiU defiende la minoría de edad de los ayuntamientos en materia educativa. No porque exprese de esta manera la opinión de muchos de sus alcaldes, que sin duda quisieran disponer de poderes y recursos en la gran palanca de promoción social y económica que es la educación en una perspectiva de desarrollo y cohesión territorial. Su oposición a la descentralización municipal de la educación en Cataluña responde a la opinión de algunas de las patronales privadas y religiosas, que consideran un estorbo tener que discutir y entretenerse con los alcaldes respectivos si consiguen lo que quieren por arriba. Los desairados ante este retroceso de la ley con relación a las expectativas generadas no son sólo Josep Mayoral, alcalde de Granollers; Lluís Maria Pérez, alcalde de Reus, o Lluís Tejedor, alcalde de El Prat de Llobregat, sino también Lluís Recoder, de Sant Cugat, y Josep Maria Vila Abadal, de Vic. Todos ellos alcaldes muy comprometidos con el futuro de su municipio y que han manifestado muchas veces la gran significación de la educación en ese proyecto local. Cualquier alcalde o alcaldesa mínimamente consciente sabe que la calidad de su educación infantil, primaria, secundaria y de adultos es y será determinante para avanzar en la calidad de vida y el desarrollo y la inclusión local. Las zonas educativas se mantienen, pero aparentemente servirán sólo para coordinar los recursos educativos de las administraciones y tendrán pocas capacidades de gestión, manteniéndose la supremacía jerárquica de un departamento ahogado por la gestión diaria de un sistema excesivamente centralizado. Sin responsabilidad territorial no lograremos cambios sustantivos en los graves problemas que tenemos en muchas zonas del país. No todos los consensos son buenos. Algunos son peores que los desacuerdos.

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