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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Húsares y cigüeñas

Jacinto Antón

"¡Hujj, hujj, hajra magyarum!" -¡al ataque, húngaros!-. Me han hecho falta muchos años de esgrima para que el maestro Imre Dobos me confíe el grito de guerra de los húsares de su país, una gente estupenda, en cuyas filas figuran el gran Andreas Hadik, que saqueó Berlín en 1757 al frente de su brigada, y el valiente Miklos Molner, de los Húsares de Esterhazy, despedazado por los cosacos en Szechniowice. Los húsares me pueden. He hecho mío el fiero lema del regimiento, húngaro en origen, de Chamborant -"noblesse oblige, Chamborant autant" ("nobleza obliga, Chamborant otro tanto")- y he tratado de modelar mi carácter -inútilmente- a imitación del más grande de ellos, el general conde de Lasalle, Charles Louis Antoine, del 7º bis -el regimiento, no el piso-, caído en Wagram y que decía que un buen húsar debe morir antes de los 30 años, cosa que él no cumplió (contaba 34), y yo ya ni te digo.

El mundo de la Europa central de la década de 1930 resucita con toda su belleza en 'Entre los bosques y el agua', de Patrick Leigh Fermor

Con Imre, Imi para los amigos -entre los cuales me cuento, incluso cuando me propina unos sablazos a la cabeza que me dejan todo el cuerpo temblando-, dedicamos últimamente los momentos de descanso durante las lecciones y asaltos a departir sobre la hermosa historia de Hungría. Imi me ha hablado de su abuelo, Antal Fodor, miembro de la Rongyos Brigad, el grupo de notables que prestaban guardia de honor al almirante Horthy, y de la casualidad de que él, Imi, nació en la misma calle de Hermina de Budapest donde se alzaba el palacio del gróf -conde- Paul Teleki, en el que aún se podía contemplar, tantos años después, la mancha de sangre que dejó el primer ministro al pegarse un tiro en 1941, tras ver cómo Hungría era arrastrada a la guerra del lado de los nazis.

Mi vida es estos días un hervidero de húsares, viejas estampas y melancolía, profunda melancolía, y no sólo por las charlas con el maestro de sable, sino porque acabo de leer, y no puedo dejar de pensar en ellos, dos libros de Patrick Leigh Fermor que tienen mucho que ver con Hungría, las vidas nobles, el valor y los días idos que nunca volverán.

Al gran escritor de viajes británico y héroe de la II Guerra Mundial le llaman Paddy los amigos, entre los cuales me tomo también la libertad de incluirme, pues me carteo con él, aunque la amistad de ese hombre que capturó en una audaz operación al jefe de las tropas alemanas en Creta, fue reverenciado por Chatwin como maestro y está reconocido como el más fino prosista vivo en inglés -¡lo que ha de sufrir con mis misivas!- es algo que, sin duda, me viene grande.

Uno de esos dos libros de Paddy que decía es Entre los bosques y el agua (Península), la segunda parte del periplo a pie que el escritor realizó de adolescente, en los años treinta, desde Holanda hasta "Constantinopla", que ahora -¡por fin!: de la traducción de El tiempo de los regalos, el primer volumen, hace ya tres años- ha aparecido en castellano. No creo que haya en el mundo libro más hermoso que Entre los bosques y el agua. Había leído la versión original, pero esta vez me he sentido todavía más emocionado ante ese viaje de un joven de 19 años, rebosante de entusiasmo y curiosidad, que vaga libremente por la vieja Europa que pronto quedará borrada de un sangriento plumazo. La segunda entrega transcurre en buena parte en Hungría y es un reguero sobre el mapa de imágenes imperecederas: húsares, cigüeñas (golya, me informa Imi), héroes como Hunyadi o Matias Corvinus, encantados castillos de los Cárpatos (sólo Leigh Fermor es capaz de comparar a Vlad el Empalador con un alcaudón), bibliotecas fabulosas, copas de brillante vino Tokaj, antiguos campos de batalla en los que se decidió la suerte de naciones desvanecidas, bosques de los que brota el aullido largo de los lobos, amigos y lugares perdidos para siempre...

En su idílico recorrido, el forastero jovencito que era Leigh Fermor alterna con cíngaros salvajes, pastores, leñadores y gabarreros, y por el otro extremo de la escala social, con aristócratas e incluso con un almirante k. und k. colega de Horthy, siempre sin perder el sentido común.

En Estztergom, el viajero se asombra ante el espectáculo majestuoso de los nobles ataviados de gala y describe una asombrosa proliferación de dolmanes, pellizas, cimitarras y gorros de piel de oso con penachos de plumas de garceta, águila y grulla.

Entre el silbido de las guadañas y la breve melodía de las oropéndolas, la explosión de color de los trajes campesinos y el resplandor amarillo, verde y azulado de los abejarucos, Paddy recala en algunos lugares que permanecerán anclados para siempre en nuestra memoria, como lo han quedado en la suya. De un castillo en el alto Tatra nos llega la imagen de un noble que toca fugas de Bach interrumpiéndose para abatir grajos con una escopeta que guarda sobre el piano. En la mansión O'Kygos participa en un partido de polo en bicicletas, en el bando del conde Jószi; conoce al archiduque Joseph e intima con la familia, que dispone de un pequeño aeroplano en el jardín para viajar a Budapest. En esa ciudad será huésped del conde Paul Teleki. El episodio más romántico es la escapada en un descapotable azul que hace Paddy por Transilvania con una chica, Angéla, con la que tiene un flirt, y con uno de los mejores amigos que hará durante el viaje: István, oficial de húsares, precisamente.

El otro libro de Leigh Fermor del que hablaba es el último del autor, Words of Mercury (John Murray, 2003), una deliciosa antología de textos, a cargo de Artemis Cooper, esposa de Anthony Beevor -el autor de Stalingrado- . El volumen incluye el relato personal del propio Paddy de cómo secuestraron al general Kreipe; retratos de Katsimbalis, Kavafis, Lawrence de Arabia y John Pendlebury; reseñas de libros, y sobre todo un relato encantador, empapado de nostalgia, en el que Leigh Fermor evoca la feliz temporada en una mansión moldava, Baleni, junto a Balasha Cantacuceno - de la principesca familia-, su primer gran amor.

¿Words of Mercury? "Las palabras de Mercurio son duras después de los cantos de Apolo", me aclara en una carta Paddy desde su casa griega de Kardamyli. "Es del final de Trabajos de amor perdidos, de Shakespeare, cuando la entrañable comunidad de amigos se rompe para siempre". El título tiene, pues, que ver con ausencias y pérdidas, con el poso agridulce que dejan al finalizar las vidas y los viajes felices, cuando todo queda atrás: los amores, las cigüeñas y los húsares.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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