Amar lo difícil
A Anjel Lertxundi, cuando era muy joven y acababa de publicar su primer conjunto de relatos, un amigo de Zarautz, al salir de un bar y en alusión a su libro, y sin mediar ninguna otra consideración, le dijo:
-¡Has hecho lo más fácil!
"Mi ego encajó a duras penas el golpe. No tuve reflejos para responder. Desde entonces, en las contadas ocasiones en que coincido con él, la frase acude persistente a mi memoria", escribe Lertxundi en ese gran dietario literario que es Vida y otras dudas (Alberdania). Lertxundi no ha sabido nunca si quien le dijo aquello había leído ya su juvenil libro o no (la frase adquiriría distinto sentido en uno y otro caso), pero el caso es que la frase le ha acompañado a él toda la vida, como un misterio insondable.
Quizás le acompaña tanto porque es el eje oculto, tal vez inconsciente, de alguna inquietud suya esencial. Y posiblemente sea también el eje inconsciente de una inquietud mía. Porque desde que leí Vida y otras dudas (Eskarmentuaren paperak) no paro de dar vueltas al comentario de Zarautz. A veces me digo si su joven amigo no pudo sentir aquel día envidia de que escribiera. "Alguno sobresale entre nosotros; pues que vaya a descollar a otra parte". Desde siempre, esta sentencia ha sido la solución unánime que han tomado los mediocres cuando se han reunido para que nada les perturbara.
Pero es más posible que el caso de Zarautz esté conectado con tensiones personales en mi relación con la escritura, y por eso me desvela. "¡Has hecho lo más fácil!". Sólo sé que los dos únicos libros que he escrito con verdadera alegría y que, además, son los que han tenido una mayor acogida lectora (todo indica que de estos libros escribo uno cada quince años) los construí no sólo con felicidad, sino con pasmosa facilidad. Sin embargo, en contra de lo que pueda pensarse, no adoro esa facilidad. No porque tenga algún prejuicio contra ella, sino porque en mí prevalece una tendencia a admirar a gente como William Gaddis, también conocido por Míster Dificultad, que solía decir que si el trabajo en la creación de sus libros no le resultara difícil, se moriría de total aburrimiento. Por eso seguramente, después de los dos únicos libros felices, necesité complicarme la vida, buscar duros choques creativos, no quedarme estancado en un lago de paz eterna.
Cuando Nabokov publicó Lolita, escribió mucha gente inmediatamente sobre el famoso libro, pero quizás nadie con tanto arte como su colega rusa, Nina Berberova, que en Nabokov y su Lolita (editado ahora entre nosotros por La Compañía de los Libros) se dedicó a contar cuáles eran las dificultades que el autor de aquel libro escandaloso había buscado y encontrado a la hora de enfrentarse a la historia de una pasión voluptuosa que termina transformándose en amor. Es curioso, pero Berberova en su librito describe con pasmosa y genial facilidad el complejo entramado de dificultad con el que se enfrentó Nabokov en su novela más leída. Creo que Nabokov y su Lolita es el más perfecto modelo de cómo querer transmitir algo y hacerlo del modo más fácil que seguramente existe.
Volvamos a lo difícil. Resulta complicado, por ejemplo, saber si alguien se transforma en escritor porque ese es su destino o, por el contrario, empieza escribir por razones más corrientes (su entorno, lecturas, instinto). Es un dilema que jamás se ha conseguido resolver. Y lo mismo pasa con la cuestión de lo difícil y lo fácil a la hora de escribir. En este campo no todo el mundo sabe qué le conviene más. En mi caso, tal vez por precaución paranoica, prefiero dejar que la facilidad entre en mi escritura de la forma más restringida posible. Tengo, además, bien claro que, como le pasaba a Gaddis, no me gusta chapotear y aburrirme en el mundo de lo fácil. Algo por el estilo parece ocurrirle a Masoliver Ródenas, masnouense de adopción que, en sus inmersiones en el núcleo duro de su memoria de infancia, muestra siempre cierta inclinación por la vertiente literaria de lo difícil. Acaba de publicar La calle Fontanills (El Acantilado), nueva entrega de su ciclo de narraciones en torno a su espacio mítico. He sido tan asiduo lector de los cuentos de Masoliver que los leo hoy en día con un especial hechizo, como si esa recreación del mundo de El Masnou, de este pueblo vecino de Barcelona, ya me perteneciera un poco, aunque sólo fuera porque soy personaje habitual de sus historias y me he acostumbrado a verme abollado o enmendado en sus libros.
Entre los cuentos de La calle Fontanills, todos de un cierto realismo desbocado, destaca La llanura, donde el narrador evoca a la intensa y delirante Eulalia (temible personaje), de la que en un momento dado dice que un día empezó a detestarla, a convencerse de que le estaba robando su libertad, convirtiéndole la llanura en una prisión. Me ha parecido ver ahí que "hacer lo más fácil" a la hora de abordar esa historia le pudo parecer a Masoliver también un delirio y una cárcel, y por eso optó por esa senda más complicada que tal vez delatan estas palabras: "Naturalmente, todo esto lo veo con claridad ahora, y tal vez esta claridad me haga tergiversar las cosas". ¿Será que la demasiada claridad nos empuja a enrarecer la comprensión directa del mundo? "El arte es difícil y su recompensa es fugaz", decía Schiller. Pero Wittgenstein subió el listón y vino a decir que en arte es difícil decir algo que sea tan bueno como no decir nada. En El seno de Silvia, corazón del libro de Masoliver, se pregunta el narrador si puede uno refugiarse en un pasado que sólo existe en su memoria y que no sirve más que para acentuar la soledad. Y parece deducir que sí, que se puede, siempre que se ame y elija lo difícil y no se esperen siquiera fugaces recompensas y no se ignore que cierto sentido de la infelicidad y de la dificultad nos pueden ser muy útiles (para acercarnos al silencio), mientras que lo fácil sobra siempre, y lo peor de todo: nos acerca demasiado a la elocuencia.
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