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Columna
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¡Abajo las murallas!

El título corresponde al doctor Monlau, autor de la memoria manifiesto con el mismo título y uno de los principales representantes del movimiento ciudadano que forzó la demolición de las murallas en 1854. El Museo de Historia de la Ciudad realizó una magnífica exposición al cumplirse los 150 años de un hecho que permitió el posterior desarrollo orientado por uno de los proyectos fundacionales del urbanismo moderno, el Plan Cerdà. El año próximo se celebrará el 150º aniversario de este plan, que ha configurado a la ciudad actual. Y este año recordaremos, supongo, los 70 años de los bombardeos sobre Barcelona. Por otra parte, en la agenda política reaparece la creación de un gobierno metropolitano, como declaró la semana pasada el alcalde después de una visita a la capital del Estado. Hay una lógica en este recordatorio y una oportunidad en el actual momento político. A menos que las elecciones generales provoquen un terremoto político. ¡Dios no lo quiera! Bastante le deben de irritar nuestros obispos, que se han echado al monte, como para premiarles con una victoria electoral. Si el poder divino existe y lo permitiera, como dice Woody Allen, le sería muy difícil darnos una explicación convincente.

La Barcelona ciudad sólo puede tener un proyecto si su gobierno corresponde a la realidad social y territorial
Barcelona vive encerrada en sus murallas administrativas
La ciudad futura se construye en la periferia y ésta necesita poder

Barcelona vive ahora también encerrada en sus murallas administrativas, murallas opresoras como los muros de antaño. Este encierro tiene un efecto perverso: la mayor potencia relativa de la ciudad central con relación a sus entornos la lleva a concentrar los equipamientos y servicios de excelencia, a tender a expulsar a los jóvenes y a los sectores populares, y al ombliguismo autosatisfecho. Y no olvidemos que la Barcelona municipio es en habitantes sólo la mitad de la ciudad compacta y un tercio de la región metropolitana. En consecuencia, contra lo que a veces se piensa, la inexistencia de un gobierno metropolitano y la debilidad o fragmentación de las políticas públicas en este ámbito perjudican mucho más al conjunto de Cataluña y especialmente a las periferias metropolitanas que a la ciudad central. La desconfianza atávica de los municipios del entorno frente al expansionismo barcelonés y de la Generalitat ante un poder metropolitano que podría representar a la mayoría de la población hoy nos parece que no estaría justificada. Y vamos a intentar explicarlo.

La ciudad se las arregla muy bien en su jaula dorada. Tiene capacidad para atraer inversiones y para externalizar problemas sociales y ambientales. La disolución de la Corporación Metropolitana en 1987 no impidió que la década siguiente fuera probablemente la más brillante de su historia moderna. Y ahora, en nombre de la equívoca proximidad su gobierno, tiende a un amable conservadurismo. Es cierto también que los municipios del entorno han afirmado su identidad, han multiplicado iniciativas transformadoras y han demostrado que es posible una ciudad metropolitana policéntrica. Pero su independencia es muy relativa. Las infraestructuras (la condición principal para el funcionamiento de la ciudad metropolitana) y los grandes proyectos urbanos son casi siempre plurimunicipales, afectan a competencias y requieren recursos de la Generalitat o del Estado, y en sus decisiones la ciudad de Barcelona, lógicamente, tiene mucha más capacidad de influencia que los otros municipios. El resultado de esta fragmentación política de la ciudad metropolitana es que se favorece un desarrollo excluyente en las áreas centrales e insostenible en las periferias menos densas. Los municipios entran en una competición de suma negativa en vez de una relación cooperativa y caen fácilmente en la tentación del nuevo rico, del urbanismo ostentoso cuyo ejemplo más reciente es la plaza de Europa: entre Barcelona y el aeropuerto se nos ofrece esta mala imitación de la Isla de Pascua en cemento.

Paradójicamente, cuanto más débil es la política metropolitana, más se multiplican los organismos supramunicipales.¿Para qué? A la treintena de municipios que componen la ciudad compacta (que, no lo olviden, ocupa una superficie inferior a la del municipio de Madrid) se añaden los perfectamente inútiles consejos comarcales, las opacas entidades metropolitanas de servicios (transportes, residuos, agua, etcétera), la casi clandestina mancomunidad, la silenciosa Autoridad Metropolitana del Transporte (¿oyeron su voz a lo largo de la crisis de cercanías?), el inactivo Consorcio Metropolitano de la Vivienda, etcétera. Incluso una iniciativa interesante y en la que hay una participación activa de la sociedad civil como es el Plan Estratégico Metropolitano no tiene quien recoja sus propuestas al estar huérfano de liderazgo político. Y un organismo técnicamente potente como Barcelona Regional no puede impedir la degradación del urbanismo fragmentado. Un gobierno metropolitano político, es decir, electivo (directa o indirectamente por parte de los consejos municipales), permitiría suprimir lo superfluo y dar sentido a lo necesario, redistribuir ingresos y promover proyectos articulados y coherentes. No solo daría más fuerza y eficacia al conjunto, sino también a cada uno de los municipios. Éstos tendrían una presencia igual o superior a la de la ciudad capital puesto que representarían a la mitad o más de la población. No abordamos ahora la cuestión de la veguería, un ámbito más propio de la Generalitat y de su relación con los municipios y que requiere resolver otro tema pendiente, el de las diputaciones provinciales.

Es frecuente oír que la Barcelona posolímpica se ha quedado sin proyecto. Es cierto, pero es que no puede tenerlo encerrada en sus murallas administrativas. La Barcelona ciudad solamente puede tener un proyecto si su gobierno corresponde a la realidad social y territorial. Entonces no sólo podrá tener un proyecto integrador, sino ejercer la capitalidad entendida como motor y emblema de Cataluña, buque insignia no solamente en sus relaciones con el resto de España, sino también en su proyección europea. Hoy toca construir la eurorregión y ésta se hará primero por medio de las ciudades, con Perpiñán, Montpellier y Toulouse, con Zaragoza y las capitales catalanas, con Valencia si quieren. Solamente una Barcelona liberada podrá impulsar este proyecto de futuro y por ende superar la fijación con Madrid. Un gobierno metropolitano no es hacer futurismo, sino pagar una deuda del pasado. El Plan Cerdà tenía ya como vocación recuperar el territorio del Consell de Cent, de Montgat a El Prat, suprimido después de 1714. Lo consiguió sólo en parte. El Plan Macià de 1932 tenía como referente este territorio. Las bombas de 1938 exigían una reconstrucción que era también una oportunidad que el plan comarcal de 1953 hubiera debido formalizar. La imperfecta Corporación Metropolitana tardó más de 20 años en crearse y fue disuelta en plena democracia, cuando hubiera debido perfeccionarse. Hoy nuevamente emerge la oportunidad. Esperemos que, superando egoísmos particularistas, los responsables políticos estén a la altura indispensable. La ciudad futura se construye en la periferia y ésta necesita poder.

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