La mejor tienda del mundo
La proliferación de hoteles y oficinas, junto al descenso del número de habitantes de Barcelona, podría estar dibujando una nueva urbe. Lo que hace poco más de una década se ganó para la ciudad en su frente marítimo con un ambicioso plan que transformó la dinámica y el perfil urbano, parece hoy quedar cortado ante las nuevas perspectivas. En ese marco, el Colegio de Arquitectos de Cataluña ha concedido su medalla de oro a la ciudad.
La llegada masiva de turistas ha hecho que la ciudad rozase la muerte de éxito en varias ocasiones
Barcelona, la millor botiga del mon (la mejor tienda del mundo). Ése ha sido, durante años, el lema con el que el Ayuntamiento socialista de esta ciudad de comerciantes, fabricantes, artistas y obreros ha saludado desde las banderolas de las avenidas a sus visitantes. El consistorio ha creado incluso un premio con el eslogan. ¿El resultado? Los turistas, encantados -el número no ha dejado de aumentar-, y los ciudadanos, descontentos -la población no cesa de disminuir-. Un problema de las tiendas es que manejan los tiempos cortos de las modas. Así, de la misma manera que los mercados llevaban la vida a las aldeas medievales, las boutiques podrían restarla a las ciudades medianas con vocación cosmopolita. Sobre todo ahora, cuando el mismo puñado de marcas ocupa los principales bajos de las grandes metrópolis. Hasta los comercios más sofisticados echan el cierre para cambiar de orientación cuando las cosas se enturbian. Y cuando llegan las crisis económicas, que siempre llegan, las tiendas dejan de vender. Y dejan de ser. ¿Cómo queda entonces la ciudad? ¿Puede una urbe modélica convertirse en tienda?
Barcelona es la única ciudad del mundo que ha competido con personas para hacerse con un galardón arquitectónico. En 1999, el RIBA -Royal Institute of British Architects- le concedió su medalla de oro, un reconocimiento que, hasta aquella fecha, sólo habían obtenido arquitectos. La recuperación del frente marítimo colocó a la ciudad a la vanguardia urbanística de los noventa. Aquél fue un proyecto precursor en cuestiones de sostenibilidad, paisajismo y rehabilitación del espacio público. La ciudad se abrió. A ese lavado de cara le siguió el rescate de las playas y la reconversión de una antigua zona industrial costera en nuevo barrio residencial. Los Juegos Olímpicos de 1992 fueron la excusa para seguir avanzando en esa dirección. Fue entonces cuando llegó la medalla del RIBA, el colofón al cambio de cara. El consistorio celebró y proclamó el galardón. La ciudad siguió esmerándose en rematar bordillos de diseño, en uniformizar el mobiliario urbano y en procurar que las sillas de ruedas y los cochecitos pudieran descender y ascender sin grandes esfuerzos. Evidentemente, se empezó a pagar un precio. Las aristas se perdían, el sabor se atemperaba, lo singular se homogeneizaba, pero el conjunto parecía ganar. Así, Barcelona, con tanto esmero, se hizo famosa. Y lo famoso hay que ir a verlo. La llegada masiva de turistas ha hecho que la ciudad rozase la muerte de éxito en varias ocasiones. Para seguir creciendo -para añadir a los buques de visitantes que fondean en el puerto, aviones repletos de hombres de negocios- la ciudad ideó el peligroso plan de triunfar con nuevos escenarios. Y en ese intento casi mata a la gallina de los huevos de oro. La modélica Barcelona optó entonces por cerrar las puertas al mar. Por deshacer el camino. Cerró las compuertas que tanto había celebrado abrir. Tras levantar un sobrio centro de ocio y ruido en terreno ganado al mar, (el Maremágnum de Piñón/Viaplana), erigió un edificio-búnker firmado, eso sí, por un Premio Pritzker, el norteamericano de origen chino I. M. Pei. El World Trade Center y Grand Marina Hotel rompe la línea del horizonte al final de las Ramblas, el paseo más famoso de la ciudad. Y, por supuesto, se traga las vistas abiertas al Mediterráneo. Habrá muchas maneras de entenderlo. Se habrá conquistado el agua. Se habrá ganado dinero para el erario público con suelos movedizos. Se habrá hecho de la ciudad uno de los escenarios del comercio mundial. Pero ahí está el mastodonte, tapando las vistas desde el año 2002.
Lo siguiente ha sido que, en los
últimos años, las obras más destacadas de la ciudad han sido hoteles y oficinas: una nueva feria y rascacielos de despachos. Así, si antes era la silueta de un templo inconcluso la que hablaba de la ciudad (la Sagrada Familia), ahora es un torpedo evanescente, de oficinas inquietantemente estrechas (la Torre Agbar de Jean Nouvel y B720), el que da la cara. Y la medida de la ciudad. ¿El futuro? Las grandes estrellas de la arquitectura que firmarán la nueva Barcelona están diseñando hoteles u oficinas, es decir, edificios para gente que está de paso. Así, el francés Dominique Perrault construye el hotel Habitat Sky en Diagonal Mar, el japonés Toyo Ito firmará dos torres de oficinas y un hotel que, en la frontera con Hospitalet de Llobregat, serán el icono de la nueva feria de muestras. Cerca, en la Zona Franca, Alejandro Zaera y Arata Isozaki diseñan al alimón el que será el mayor complejo de oficinas barcelonés con 130.000m2. Y tras arduas negociaciones, Ricardo Bofill levantará el hotel Vela en la nueva bocana del puerto.
En medio de este clima, el Colegio de Arquitectos de Cataluña decide emular a su homólogo británico y conceder su máximo galardón a Barcelona. La medalla de oro del COAC -que antes habían recibido sólo profesionales, de José Antonio Coderch a Enric Miralles pasando por Alejandro de la Sota- le llega por primera vez a una urbe, Barcelona, precisamente ahora, cuando se ha convertido en tienda. El acta del jurado explica que reconoce el papel del Ayuntamiento "desde 1979 para hacer de Barcelona una capital en el mundo de la arquitectura". Sin embargo, la medalla concedida a Barcelona tiene un problema de fechas. Si se reconoce la labor desde 1979, los días en que se trabajaba en la recuperación de la fachada marítima, es contradictorio premiar la labor de los últimos años: el tiempo en que sucesivos proyectos han ido desandando el camino, colonizando y cerrando de nuevo dicha fachada.
Es evidente que la ciudad reci
be cada vez más turistas y es lógico que se prepare para ellos. Pero mientras sus usuarios y ex ciudadanos se afincan en localidades vecinas y la población del cinturón que rodea la ciudad en un radio de 20 kilómetros supera a la de la propia urbe, Barcelona podría terminar convirtiéndose en un lugar hueco, un parque temático de la antigua ciudad de Gaudí. Puede que la llegada de nuevas oleadas de inmigrantes termine por hacer crecer de nuevo el número de barceloneses. La ciudad habrá hecho lo que le toca entonces, cambiar. Pero un lugar en el que ya sólo llega gente que trata de sobrevivir y gente que busca divertirse es un lugar en equilibrio inestable. La llegada a la desesperada de inmigrantes buscando trabajo se traduce en los camareros para los turistas que muchos barceloneses ya no quieren ser. ¿Pero puede una ciudad ser sólo el punto de encuentro entre el ocio y la supervivencia? ¿Debe el consistorio tomar esa decisión o pueden opinar también los ciudadanos? ¿Quiere Barcelona realmente ser la millor botiga del mon?
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