Si no fuera por usted, Spielberg
Aunque pertenezca a la caótica y brillante generación de los moteros tranquilos y los toros salvajes, según la definición del informado y corrosivo Peter Biskind, Steven Spielberg jamás figurará en el altar del prestigioso malditismo ni en el venerado templo de los artistas incomprendidos. Lo tiene jodido para disfrutar en vida de la santificación de su talento, del sesudo baboseo de los comisarios del arte, del tributo a la profundidad intelectual. No hay huellas de autodestrucción en su asentada existencia, ni de la autoridad que otorga el fracaso que se arrogaba el verdaderamente trágico Scott Fitzgerald, ni sueños despreciados o ignorados por la industria, ni naufragios trascendentes en su dilatada obra, ni una personalidad atormentada. Tampoco se le conocen problemas con el alcohol ni con las drogas, ni una desbocada sexualidad, ni broncas apocalípticas con los dueños del tinglado.
El pobre Spielberg no posee ninguno de los atributos que van asociados a la fascinación. Aunque le hayan asignado con razón el eterno papel de rey Midas, es un fulano que siempre se lo ha montado de discreto y de normal, cuyo único poder de seducción estriba en la seguridad de que su cine conoce el secreto para convencer al gran público, a la convencional y embrutecida masa, de que pase por taquilla. Ésta, tan fenicia ella, tan escasamente preocupada por las sagradas cuestiones del espíritu, se enamoró del mercader de ficciones cuando a la increíble edad de 26 años demostró en la imperecedera Tiburón saberlo todo para manejar las emociones del espectador, para angustiarle y aterrarle, para lograr que nadie medianamente normal volviera a meterse en el mar cuando ha llegado la noche. Aquel precoz triunfador y este pragmático todoterreno a cuya creatividad siempre le ha sonado a chino la temible palabra crisis, sigue abarrotando treinta y cinco años después las gravemente enfermas salas de cine con la última y febril aventura de un arqueólogo llamado Indiana Jones. Se dedica a algo tan trivial como ofrecer espectáculo, inventarse ficciones inocuas desafiando al reto del más difícil todavía, reivindicar el movimiento continuo, la sensación de que están ocurriendo cosas. Lo hace con talento, con humor, con un conocimiento exhaustivo de los mecanismos del cine de acción, otorgando deslumbrante sentido a los tantas veces gratuitos efectos especiales, permitiéndose el lujo de homenajear a sus eternas y extraterrestres obsesiones con un final delirante.
Y de acuerdo en que la subvalorada etiqueta de cine de aventuras también puede servir para crear una de las películas más hermosas, líricas, épicas y conmovedoras de la historia del cine como El hombre que pudo reinar, o el proteico e incomparable vigor narrativo de Raoul Walsh. O en que Homero, Cervantes, Melville y Stevenson parieron novelas sublimes inscritas en el género de aventuras. Y de acuerdo en que Indiana Jones no se acerca ni de lejos a esos modelos, que se mueve vocacionalmente en la parodia, en el guiño, en la broma, en la diversión sin pretensiones de trascendencia. Pero el juego que propone Spielberg sigue siendo imaginativo, vitalista, inteligente y gozoso. Cine de fórmula pero también vocacional, al gusto de todo tipo de paladares, heredero de una tradición que ha tenido, tiene y tendrá la adicción del mirón, circo del bueno, tensión y gracia.
Es altamente dudoso que las filmotecas y los estudios críticos como dios manda le dediquen reconocimiento y mimo a un aparente mercader como Spielberg. Tampoco se lo hubieran otorgado a Hitchcock y a Hawks si la reflexiva inteligencia de los cultos integrantes de la nouvelle vague no se hubieran empeñado en demostrar algo tan evidente como que estos directores, cuya regla principal era que sus criaturas consiguieran la bendición de la taquilla, estaban creando un arte tan poderoso como inimitable con su cámara, con su forma de contar historias.
Se le puede reprochar al mago Spielberg que en la esquizofrenia que puede provocar atender simultáneamente a los intereses como productor y como creador prevalezcan con frecuencia los criterios del primero, su complacencia en los finales excesivamente felices, sensibleros o didácticos, su irregularidad, la obsesión por mantener siempre abierto su próspero negocio, la alternancia entre lo que necesita y lo que ama. Pero cuando se dedica a lo segundo puede cerrar las boquitas más exigentes y desdeñosas. Jamás se ha hecho una película tan realista, veraz y estremecedora sobre la guerra como Salvad al soldado Ryan. El retrato que hace de la fisicidad, el miedo y el vértigo de los soldados que protagonizan el desembarco de Normandía es insuperable. Nadie ha descrito los mecanismos y el horror del Holocausto con tanto genio y complejidad como lo hace Spielberg en esa obra maestra titulada La lista de Schindler. Munich, esa crónica angustiosa de una implacable venganza, de los desgarros emocionales y la factura anímica que tendrán que pagar los ejecutores del Mosad, también es arte mayor. Pero también pasará a la historia y con letras de oro el otro Spielberg, el inventor inagotable de entretenimiento digno, el creador de modas perdurables, el que alimenta esa amenazada y bendita costumbre de ir al cine. -
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