El fin del mundo más aburrido
El arte actual se parece a sí mismo. Vayas donde vayas encuentras algo que has visto en otro sitio, incluso muy lejos de allí, y que has tomado por idéntico aun siendo distinto. Será cosa de la omnipresente globalización, no digo que no, pero el caso es que hay fórmulas paradigmáticas que se repiten peligrosamente y dejan apenas resquicio a la disidencia.
Aunque a lo mejor no es el arte lo que se parece, sino las colecciones: muchas despliegan cierto inquietante aire de familia, a pesar incluso de los museos que se esfuerzan por buscar el toque único frente a otras propuestas que -piensan- encarnan sus antípodas. Se equivocan. Observado desde fuera cada repertorio de arte actual tiene parentescos inconfesables con el resto de los repertorios, casi una maldición, un hechizo, un destino. Podrá haber afinidades electivas que maticen un poco los materiales acopiados. Las habrá. Pero en el fondo, en lo básico, las colecciones de arte actual comparten pasiones y nombres como si de un modelo prefijado se tratara.
Se podría argumentar, a lo mejor, que lo mismo sucede con las grandes colecciones impresionistas -las de París, Nueva York o Boston-. Pero claro, en buena medida también es cierto que en el caso de las colecciones americanas al menos, la asesoría de la pintora Mary Cassatt, quien durante años hizo que sus ricos amigos bostonianos compraran cuadros a sus amigos pobres parisienses, aseguraba las coincidencias en el gusto y los modos de elegir.
Es posible que algo semejante ocurra con las colecciones más emblemáticas de la producción artística contemporánea. Quizás se trata en buena parte de dinero corporativo -o con aspiraciones a ser tal- y por tanto con menos lugar para el riesgo. Ya decía, con tono apocalíptico, en los setenta la artista conceptualizante Martha Rosler que compran siempre los mismos -comprar de verdad, piezas caras o que terminarán por serlo- para las colecciones públicas y privadas, porque "ellos" son en su arena invencibles y dictan lo que se va llevar cada temporada.
También del apocalipsis trataba la exposición After Nature del New Museum de Nueva York que acaba de clausurarse -menos mal-. Espero que no sea vaticinio de nada y menos del tipo de propuesta que se va a llevar. Nunca antes un fin del mundo me ha parecido tan aburrido. Porque ni un disgusto ahorraba la muestra: plantas desbordadas, gentes momia, rememoraciones del Katrina, seres con energías sospechosas y otras cosas imposibles de describir en su mescolanza completaban la soporífera hecatombe. Después, en medio del tedio, un escalofrío se incrustaba en el páncreas: esas obras de combinación imposible eran muy familiares. ¿Y si el fin del mundo fuera un pesadísimo eterno retorno, igual que aquellas promesas de futuro que postularon los años cincuenta para el año 2000, salpicadas de robots domésticos?
El fin del mundo es otra majadería mediática, ¿no les parece? El del New Museum desde luego lo era. En la Bolsa, a no tantas manzanas, se fraguaba un auténtico cambio de paradigma y ése sí que daba vértigo. Había quedado con un coleccionista muy distinguido en un restaurante de comida orgánica cerca de Bowery -ay, si Burroughs levantara la cabeza y viera la decadencia-. "De esta crisis salimos sólo con mucha imaginación", decía mi elegante amigo saboreando su zumo multiverduras. "Desde luego", respondía yo al pensar en las salas que acababa de ver y en el apocalipsis de la calle, ese Nueva York convertido en supermercado de falsos (y verdaderos) Tuccis, Guccis, Puccis. Y de iPods. Que no quede nadie por avisar: es nuestro último baile, como cantara Bowie. Casi me quedo con el fin del mundo de 1914 -escenificado ahora mismo en una exposición espléndida en la Thyssen de Madrid-. Allí al menos había cabaret.
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