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Reportaje:

Las apariencias también engañan

A tenor de lo que escribe sobre el término "retrato" Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española, publicado en 1611, no había ya demasiadas dudas, a comienzos del siglo XVII, acerca de lo que se entendía por este género artístico, pues ahí se lo define como "la figura contrahecha de una persona principal y de cuenta, cuya efigie y semejanza es justo que quede por memoria en los siglos venideros". Aunque dice muchas más cosas al respecto Covarrubias, como atribuir a los griegos la responsabilidad en la gestación del género, su moderna actualización y la existencia consolidada de especialistas en la materia, así como aportar una oportuna aclaración etimológica de la palabra, procedente del latín "re-trahere", que significa traer la memoria o el recuerdo de alguien, lo esencial estaba por él antes apuntado con la expresión de "contrahacer", cuyo uso castellano original y su precedente latino aludían a sacar una imagen lo más exacta posible del modelo. De manera que, se diga lo que se diga sobre la cuestión, lo esencial del retrato es la fijación artística de una identidad singular de forma verosímil; es decir: un retrato no sólo representa una figura humana o la de su apócope visual esencial, que es el rostro, sino que debe hacerlo de una manera mínimamente realista. Por lo demás, aunque, como hemos advertido, hubo antecedentes históricos lejanos y próximos en el arte occidental, lo que comúnmente se entiende por "retrato realista" es una práctica que fraguó como género independiente durante los siglos XV y XVI, y sigue siendo hoy en esencia lo mismo.

Habrá que aceptar que lo que está en crisis no es el retrato, sino, en todo caso, nosotros mismos
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Hago estas sumarias precisiones para no caer en la completa confusión. Es evidente que el retrato ha sufrido cambios "accidentales", pero ninguno que afecte a su definición original, porque su indiscriminada extensión democrática y los soportes técnicos que progresivamente la han hecho viable revelan profundos cambios sociales, pero no estéticos. Quiero decir que no puede haber un retrato "abstracto", aunque su autor lo llame así y, en efecto, deje una indeclinable huella personal a través de un simple gesto o una mancha. Nuestras huellas dactilares y, no digamos, nuestro ADN, es cierto que pueden singularizar nuestra individualidad con una precisión inalcanzable para la fotografía más realista, pero si consideramos estos elementos identificativos como retratos, tendríamos que incluir en el género todo lo que existe mientras sea acompañado de un inequívoco código de barras.

Paradójicamente, no pocos especialistas académicos actuales afirman que el revolucionario arte de nuestra época ha acabado con el retrato, cuando, sin embargo, nunca antes como ahora se habían hecho más retratos según ese criterio artístico tradicional codificado en el Renacimiento, quizá porque basta con pulsar un botón automático. La sofisticada tecnología digitalizada permite no sólo corregir defectos de la instantánea, sino precisar detalles casi al límite de la invisibilidad, por no decir que recomponer la figura de manera que dé la sensación de un parecido antes comparativamente impensable. Por último, el cine sonoro no sólo nos da la imagen de una figura en movimiento, sino hasta el grano de la voz. ¿Qué se quiere decir entonces cuando se proclama el fin o la crisis del retrato? Fundamentalmente que el retrato ha alcanzado tal éxito que se quiere replantear su validez artística, mediante la obviedad de que si cualquiera puede "contrahacer" el aspecto de un ser humano con la ayuda de un artilugio mecánico de funcionamiento simple no basta con replicar la imagen de alguien para ser por ello llamado artista del retrato. Los primeros en percatarse del problema y autoexigirse han sido los artistas contemporáneos, sobre todo, a partir del siglo XX, cuando reaccionaron ante la perfecta objetivación mecánica de la imagen con una creciente subjetivación de la misma; esto es: sus retratos debían ser, sobre todo, una interpretación del modelo, que, a veces, bordea la caricatura, una invención, no lo olvidemos, de nuestra época.

De todas formas, la capacidad de distorsión subjetiva de un modelo por parte de los artistas contemporáneos no sólo es relativa, sino que, si se profundiza en el conocimiento de lo acaecido en el arte anterior, se descubre, la mayor parte de las veces, que hay precedentes de casi todo. Porque, hasta hoy, la única revolución en el género del retrato, relación con el canon preestablecido, ha consistido en que todo el mundo tiene el derecho a ser retratado y puede ser retratado de cualquier manera; esto es: desde cualquier ángulo visual, a cualquier edad, en cualquier momento y situación. Esto último tiene su enjundia, porque, como demostró sobradamente Rembrandt y la legión de sus seguidores, lo crucial es la transformación del retrato de garante de inmortalidad en garante de la mortalidad, lo cual abre las puertas a poner el énfasis en todo lo material y, por tanto, mudable del hombre. De manera que si el retrato tradicional trataba de exorcizar la muerte, el moderno es un regodearse, no sólo en la carne mortal, sino en todo lo aleatorio, fungible y precario de nuestra identidad. En cualquier caso, de una u otra manera, parece que el resquemor ante la humana mortalidad es inseparable del hecho mismo del retratarse.

¿Estoy restando importancia a las muchas aportaciones visuales que se han hecho en nuestra era a este popularísimo género? Por el contrario, desde el cubismo al pop, y no digamos si hablamos de nuevas técnicas y soportes, nunca como ahora el retrato se ha multiplicado de manera tan exponencial. Por tanto, quizás la auténtica crisis del retrato actual sea de naturaleza biológica, porque, cada vez más, la obsesión por componer una imagen que obtenga aprobación social nos lleva a toda suerte de arreglos químicos, quirúrgicos y genéticos, aunque ni siquiera eso tampoco acaba con el retrato, porque el que transforma biológicamente su apariencia lo hace a partir de una imagen y, si lo logra, también trata de que se replique el resultado en un soporte menos vulnerable que esa aún carne mortal macerada que todavía nos asedia.

Por lo demás, tampoco hay que remontarse no se sabe adónde para constatar la ansiedad pública que hoy suscita el retrato. En España, estos últimos años, por no decir que ahora, se suceden muestras monográficas sobre el retrato, no sólo en el Museo del Prado, que ha exhibido dos excelentes, la del Retrato español y El retrato del Renacimiento, sino el Museo Thyssen-Bornemisza, que el año pasado llevó a cabo otra igualmente sobresaliente dedicada al retrato contemporáneo: El espejo y la máscara. El retrato en el siglo de Picasso. Si en los últimos años se ha exhibido esto en Madrid se comprende que simultáneamente se han organizado en el mundo muchísimas más.

De manera que, para explicarnos las cosas lo mejor posible en esta apasionante cuestión, habrá que aceptar que lo que está en crisis no es el retrato, sino, en todo caso, nosotros mismos, aunque todavía no sepamos a ciencia cierta adónde vamos a parar. Es verdad que, no en relación con el retrato, sino con el arte en general, hoy hay muchos creadores que han optado por dejar una huella personal a través de obras no figurativas o anaicónicas y, de esta manera, replantean el modo tradicional de narración y el sistema general de los géneros que lo codificaban. No obstante, en absoluto, se han impuesto, pero no porque sean más o menos cuantitativamente, sino porque lo propio de una sociedad secularizada es la polémica, o, si se quiere, las aproximaciones no dogmáticas o relativas a la verdad o lo real.

Frente a los que creen que sólo los llamados realistas, más o menos expresionistas, son los únicos que practican hoy el retrato, como, por ejemplo, los pintores de la Escuela de Londres, de Bacon a Lucian Freud, deberán asumir que el pop art y sus derivados vigentes no cesan de dar vueltas en torno a este género, eso sí, con las intenciones subyacentes que se quieran. Nuestra ansiedad moderna por ser diferentes, que, en el fondo, ha alimentado siempre la pasión por el retrato, no debe hacernos obviar que cuando, por ejemplo, una reputada artista estadounidense actual, Cindy Sherman, ha dedicado prácticamente toda su trayectoria a autorretratarse fotográficamente, sin temor, llegado el caso, a proyectar de sí mima imágenes abyectas, está revalidando lo que, tres siglos antes, hacía Rembrandt, aunque el repertorio irónico de papeles que ambos ponían en circulación fuera diferente. Otros artistas actuales han buscado plasmar la imagen de alguien, no replicando su figura o sus facciones, sino a través de los objetos que el tal ha usado, pero esta versión no es sino emplear el bodegón como retrato, algo que empezó en el XVII, cuya diferencia cualitativa, en relación con nosotros, quizá no sea tan acusada. Finalmente, permítaseme decir que aunque las imágenes y las palabras no sean exactamente las cosas y aunque ningún distintivo que nos pongamos podrá dar cuenta de la equivocidad insondable de nuestro ser, no tenemos otros instrumentos a mano para explorar la realidad y, claro, vivimos en esta incertidumbre de tener que reflejarnos en los otros para constatar que existimos.

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