"Podría pasarme toda la vida tocando a Bach"
El pianista polaco Piotr Anderszewski actúa estos días en España.
Adora el silencio porque ama la música y, aunque es uno de los pianistas de moda, no piensa ejercer de divo porque lo que más le gusta en el mundo a Piotr Anderszewski (Varsovia, 1969) es pasar inadvertido. En el escenario parece ajeno a todo lo que le rodea y de sus manos brota una poderosa energía interior. Tiene carisma, arriesga sin perder el control y sabe atrapar al público con golpes de ingenio y una sutil expresividad. En la distancia corta, el pianista polaco, que vive en París y cada vez pasa más tiempo en Lisboa -"una ciudad fantasmal, suspendida en el tiempo"-, es un tipo encantador, afable y sincero que huye de la sofisticada imagen que adoptan otras estrellas emergentes del mundo clásico. Anderszewski vuelve estos días a pasearse por los auditorios españoles, en el marco de una gira que inició esta semana en Gran Canaria y Valladolid, y hoy recala en el Auditorio de Salamanca, donde actúa como solista del Tercer concierto, de Béla Bartók, con la Orquesta Sinfónica de Castilla y León y el director ruso Vasili Petrenko. Mañana ofrece un recital en el Maestranza de Sevilla, el lunes lo hará en Oviedo y el martes cerrará la gira volviendo a actuar en Valladolid. El programa empieza y termina con el genio barroco de Johann Sebastian Bach -Suite inglesa, número 6, BWV 811, y Partita, número 1, BWV 825-, salta en medio al repertorio romántico con la Humoreske, opus 20, de Robert Schumann, y llega al siglo XX con Masques, emblemática página de un músico al que venera, su compatriota Karol Szymanowski.
"Los discos exigen energía, tiempo y dinero, y si llegan a desaparecer será una pérdida irreparable"
Cada concierto es una experiencia única para Anderszewski. "Sviatoslav Richter, el pianista que más me ha impresionado, solía decir que un concierto es como el destino: existen muchos factores que no puedes asumir. Yo también creo que un concierto es como tu destino, así que lo mejor es aceptarlo con buen humor. A veces sales al escenario muy fatigado, no te encuentras bien o, sencillamente, no te gusta el ambiente que se respira en la sala. Te entran ganas de salir corriendo, pero empiezas a tocar y en un instante olvidas todas las pegas y el concierto es un éxito. También pasa lo contrario, estás en plena forma, todo parece ir sobre ruedas y el concierto no sale como esperabas. Hay que resignarse".
Si algo no soporta este joven y talentoso pianista es la simple exhibición técnica, el virtuosismo vacuo. Lo que de verdad le interesa es la búsqueda de la esencia poética de las partituras, y para conseguirlo no teme correr riesgos como intérprete. "Me muevo por afinidades y sólo interpreto una obra cuando siento que puedo hacerlo bien. Bach es un mundo aparte, creo que podría pasarme toda la vida tocando sus obras. Mozart entusiasma incluso a quienes no les gusta la música. Bartók, por ejemplo, tiene algo estresante. Me interesan especialmente los compositores que fueron excelentes intérpretes de su propia música, como Schumann, Liszt, Chopin o, naturalmente, Mozart. Mis intereses son, por tanto, muy amplios, por eso no me atrae la especialización, hoy tan en boga".
De la misma forma que la leyenda de Glenn Gould, uno de sus ídolos, está íntimamente ligada a las Variaciones Goldberg de Bach, su destino parece ligado a las Variaciones Diabelli, opus 120, de Ludwig van Beethoven. En sus manos, la monumental partitura se transforma en un excitante viaje por los paisajes del alma, de arrolladora expresividad. No es de extrañar que su portentosa interpretación de esta obra -una fenomenal serie de 33 variaciones sobre un vals como respuesta genial a un encargo del editor y también compositor Anton Diabelli- inspirara una película a Bruno Monsaingeon, autor de documentales sobre Yehudi Menuhin y los dos colosos del teclado que más admira, Glenn Gould y, por encima de todo Sviatoslav Richter. "En esas variaciones están todas las emociones de una vida. Hay ternura, humor, energía espiritual, ingenio, virtuosismo deslumbrante y una capacidad asombrosa para ennoblecer un vals de apariencia más bien vulgar hasta convertirlo, tras someterlo a toda clase de conflictos, en un sereno y trascendente retorno al clasicismo", explica.
Cuando habla de Szymanowski, su cara se ilumina y sus palabras revelan una fascinación total por su música, que difunde con pasión a través del disco -su grabación de la Sonata número 3 es una de las joyas de su discografía en el sello Virgin- y los conciertos. "Me siento muy próximo a Szymanowski, su estilo es difícil, inclasificable y exige mucho al intérprete. Szymanowski te abre las puertas a un mundo sonoro genial, absolutamente maravilloso, es uno de los más grandes compositores del siglo XX".
Cada vez más activo en los estudios de grabación -su discografía incluye monográficos dedicados a Bach, Chopin, Szymanowski y una segunda incursión en la obra concertante de Mozart como solista y director al frente de la Scottish Chamber Orchestra-, Anderszewski es un firme defensor de las grabaciones en estudio. Entre sus proyectos destaca la grabación del Primer concierto de Beethoven y dos monográficos dedicados a Bach y Schumann. "Amo grabar, y en esto sí que me parezco a Gould", dice entre risas. "En el disco puedes controlarlo todo hasta lograr que todo suene como quieres. En un concierto debes adaptarte a la acústica de la sala, al estado del piano, a la presión del público, pero en la soledad del estudio puedes repetir lo que sea, porque lo esencial para el resultado artístico final es el montaje, un proceso delicado que superviso, porque un mal técnico puede destruir una interpretación. El disco siempre es artificial, pero debe resultar creíble. Los discos exigen energía, tiempo y dinero, y si llegan a desaparecer será una pérdida irreparable para las futuras generaciones".
Para Anderszewski, el paraíso de las nuevas tecnologías encierra más esclavitudes de las que parece a simple vista. "Padecemos una bulimia de información, todo está al alcance demasiado rápido y no hay tiempo para digerir las ideas. Amo el silencio, lo necesito para recargar el espíritu. El silencio es muy importante para un músico y como mi profesión me obliga a viajar continuamente, además de explorar las calles, los bares y los museos de los lugares que visito me fijo especialmente en la calidad del silencio que tiene cada ciudad. No hay dos iguales. Por eso adoro Lisboa, su calidad de silencio no tiene parangón. Y en esa calma, en su proverbial lentitud -nada que ver con el ritmo alocado de París, donde tengo mi residencia, aunque cada vez paso menos tiempo-, encuentro mucha felicidad. Es la antítesis del estilo de vida americano. En Estados Unidos cultivan la idea de que todo es posible, que alguien que es muy viejo puede rejuvenecer, que una persona tremendamente obesa puede adelgazar hasta parecer un modelo o que el más pobre del barrio puede hacerse rico. Pero todo esto sólo es una ilusión. Por eso encuentro más sabia la actitud resignada que encuentras en la vieja, primitiva y a veces bárbara Lisboa, donde encuentras gente que asume la fatalidad con la mayor naturalidad, aceptan que hay cosas que no se pueden cambiar. Es un estado de ánimo, como la tristeza, que el fado explica con absoluta grandeza".
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