Patinir, bajo el microscopio
Una pareja desigual, los dos de la barca. El viejo que rema se parece un poco al Ezra Pound de los días de su gran ofuscación. El viento que riza el agua, no con demasiada fuerza, agita sus escasos pero largos cabellos y el sencillo paño blanco que le rodea la garganta pero no alcanza a cubrir el cuerpo, por lo demás desnudo. La barca es como son aún hoy las barcas; en ellas no ha cambiado nada en los últimos quinientos años. ¿Está remando el hombre o hace avanzar el esquife con ayuda del largo palo que agarra con las dos manos? Su único pasajero no tiene ni siquiera un paño para cubrirse. Es mucho más pequeño y pálido que el otro. Su cabeza apenas supera la altura de la rodilla del remero. La ha levantado y mira hacia lo lejos. ¿Sabe adónde lo llevan?
Sólo con Patinir pasa el fondo a ser también primer plano, a veces incluso en una medida tal que el paisaje casi domina el cuadro
El panel colocado ante el Museo del Prado para anunciar la primera gran exposición de Patinir que se ha hecho nunca es de enormes dimensiones. Caronte navega atravesando la Laguna Estigia; a bordo, un alma a la que conduce al Infierno. Luego, en el museo, me veré ante el cuadro mismo, ante una de esas representaciones que de una vez y para siempre se han ganado un lugar en la historia de la pintura occidental; todo el que ha visto este cuadro lo conserva para siempre en su retina. Pero ahora estoy todavía fuera, en medio del tráfago callejero, y delante de mí hay una larga cola. Gracias a la ampliación del fragmento (el cuadro mide sólo 64 por 103 centímetros) veo más de lo que veré después, briznas de hierba, ondas coronadas de espuma, dos conejos. Patinir fue un pintor tanto microscópico como telescópico. El Prado ha hecho que me acompañe una guía que conoce cada cuadro por dentro y por fuera. Por lo general prefiero ver las cosas solo, pero en este caso me alegro mucho, pues así veo detalles que de otro modo me pasarían inadvertidos. Certeramente me señala pormenores muy curiosos, por ejemplo un hombrecillo agachado defecando. No es más grande que una astilla de madera, pero cuando uno sabe que está ahí lo ve.
Sólo con Patinir pasa el fondo a ser también primer plano, a veces incluso en una medida tal que el paisaje casi domina el cuadro. No sé cómo se percibía esto en su época, aunque Durero, amigo suyo, y Van Mander -en su Schilderboek- describen a Patinir como "pintor de paisajes" y es bien visible que en el Renacimiento se desarrolló una gran curiosidad hacia todo lo que fuera "naturaleza". Los dos grandes grabados de Durero incluidos en la muestra dejan ver muy bien la razón del mutuo agrado de ambos artistas (Patinir invitó a Durero a su boda cuando celebró sus segundas nupcias). Una de estas estampas tiene como asunto uno de los favoritos de Patinir: san Jerónimo en el desierto con su león.
¿Quién era Joachim Patinir? No sabemos mucho de él. Nació en 1480 o 1485 en Dinant o en la pequeña aldea de Bouvignes-sur-Meuse, en la orilla opuesta del Mosa, una región que presenta una diversidad de formaciones rocosas en paralelo al río, lo cual habría de ser de gran relevancia para su obra. Ya en 1515 era miembro del gremio de San Lucas de Amberes. Le influyó considerablemente El Bosco, lo que no es sorprendente dado que ambos tomaron como punto de partida para su arte la actitud dominante ante la vida en aquella época: la naturaleza como imagen de lo divino, el paisaje terrenal como escenario de la actividad humana, con todos sus peligros y sus horrores, sus maravillas y sus leyendas, en las que animales y plantas eran otras tantas claves de un sistema metafísico de símbolos y remitían a un futuro que no era de este mundo. Patinir tenía clientes importantes y fue famoso ya en vida; poco después de su muerte, en 1524, sus pinturas se podían encontrar en destacadas colecciones, por ejemplo, la de Felipe II. Se creó, como expresó mi guía con cierta satisfacción, una "imagen de marca" de modo que se hablaba de "Patinir de los paisajes" y también del "azul patiniriano". Y verdaderamente no es de extrañar. En casi todos sus cuadros -en el Prado se exponen 29, la totalidad de los que se conocen de él- se extiende hacia el horizonte un velo azulado que nos arrebata y nos eleva por encima de ese horizonte con un resplandor blanco, frío, lejano, algo literalmente trascendente.
Se entra siempre en el cuadro
por el primer término. Lo mejor sería quedarse fijo en el lugar preciso en el que uno se encuentra, pues en cada cuadro hay infinitas cosas que ver. Me haría falta una página entera sólo para describir el Paisaje con las tentaciones de san Antonio. La denominación de "pintor de paisajes" sólo es exacta aquí en el sentido de que la superficie pictórica muestra más paisaje que figuras humanas. Solamente cuando, ya después en casa, contemplo los detalles ampliados me doy cuenta de que en la barca que aparece detrás de la escena principal hay gente comiendo y bebiendo, e igualmente observo por primera vez que en las oscuras nubes que cubren el cielo se desarrollan escenas diabólicas que sin duda fueron pintadas con un pincel finísimo y una lente de aumento. Repleta de simbolismo, la cola recamada del vestido de una de las tentadoras acaba en algo que se asemeja a la cola de una serpiente, y con ella armoniza a la perfección la manzana que su compañera, cual moderna Eva, ofrece al ermitaño, que se resiste mientras le tira del manto un avieso monito -símbolo de la maldad demoniaca-, cerca del cual se ve un rosario arrojado al suelo. El grupo de la barca no tiene aparentemente nada que ver con todo esto, y tampoco en el distante lago se sabe nada de lo que está ocurriendo. Allí, en el agua azul verdosa, envuelta en la neblina, cuento al menos seis barcas e inmediatamente detrás hay de nuevo paisajes sumergidos en el azul, rocas, torres, ciudades, bosques, luego el luminoso horizonte y sobre él nubes densas y opresivas en las que se vislumbran surreales imágenes de un hombre montado en un pez, monstruos, matanzas, calamidades.
¿Basta lo dicho para describir el cuadro? No, ni mucho menos. En alguna parte arde además una pequeña hoguera, y en las proximidades de un caserío con un molino ha levantado el vuelo una bandada de pájaros. Lo que con seguridad llamó la atención de los contemporáneos fue precisamente esto: que hubiera tantas, infinitas, cosas que ver al mismo tiempo que se narraba una historia importante que ellos ya conocían.
El Dictionnaire des symboles de Chevalier y Gheerbrandt dedica bastante al simbolismo del azul. Éste es el más intenso de todos los colores; la mirada se pierde en él, sin chocar con ningún obstáculo, y se pierde en el infinito, pero es asimismo el vacío más inmaterial, transparente, "en estratos superpuestos". Esto es una notable contradicción, pero se trata también aquí de simbolismo. Patinir utiliza el azul como el último de tres colores: marrón para el primer término; verde para todo lo que viene a continuación, donde se desarrollan las escenas secundarias, y luego este azul.
Uno de los pocos cuadros en los que no aparece nuestro azul es el Paisaje con la destrucción de Sodoma y Gomorra. Aquí me hubiera perdido sin mi guía. Es un cuadro diminuto, oscuro, misterioso, amenazador. El cielo está invadido por el fulgor de un incendio. Colosales rocas, que parecen nubes verticales petrificadas. En primer término a la derecha, un camino por el que dos ángeles de alas erguidas ponen a salvo a Lot y a sus hijas. Afortunadamente me acuerdo de que tengo que preguntar dónde está la mujer de Lot. No le estaba permitido mirar hacia atrás, pero aun así lo hizo y como castigo fue convertida en estatua de sal. Mi guía, al ver que busco esa estatua de sal, que tiene que estar en alguna parte, se ríe. "Busque, busque bien", me dice, pero como a pesar de todo no la encuentro me la indica: un delgado trazo, más pequeño que la cutícula del dedo de un niño, aparece totalmente perdido en el lóbrego paisaje. Pero todavía hay más sorpresas. En el ángulo superior derecho vemos sentadas dentro de una tienda a las mismas tres personas a las que abajo conducía el ángel. Son aún más pequeñas. La guía me cuenta lo que sucede, y después lo leo en la Biblia, Génesis 19, 31-33: "Entonces la mayor dijo a la menor: Nuestro padre es viejo, y no queda varón en la tierra que pueda tener acceso a nosotras conforme a la costumbre. Ven, demos a beber vino a nuestro padre, y durmamos con él, y conservaremos de nuestro padre la descendencia. Y dieron a beber vino a su padre aquella noche, y entró la mayor y durmió con su padre; mas él no sintió cuándo se acostó ni cuándo se levantó".
Hay un relato de Borges que
lleva el título Pierre Menard, autor del 'Quijote'. La primera vez que lo leí me costó entenderlo. Pierre Menard vive en el siglo XX, escribe palabra por palabra el mismo libro y sin embargo, dice Borges, es otro, aunque sólo sea porque se ha escrito en una época totalmente distinta y porque la lengua en la que escribe Menard es un español caído en desuso. Algo similar ocurre en esta exposición. Todo el que contempla un cuadro lo pinta de nuevo en cierto modo. Pero si uno ya no sabe quién era El Bosco o que la salamandra es símbolo del mal, ve un cuadro distinto del que tiene delante y que alguien pintó en 1520. Esto, naturalmente, es una paradoja. Cada cual tiene que decidir por sí mismo si esto es malo. Esta maravillosa exposición tiene mucho que ofrecer todavía.
Fuera, igual que antes, estaba Madrid. Miré a mi alrededor una vez más buscando al remero con su triste y pequeña alma de camino al Infierno, la ancha estela luminosa en el agua y el nórdico y místico azul de Patinir, tan diferente del azul cegador del cielo castellano por encima de mí.
Traducción de María Condor.
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