Marcha
"NO SÉ QUÉ pensar", dice Emily Thompson, una joven sureña, que se ve imprevistamente enrolada como enfermera en el victorioso ejército de la Unión. "Lo he perdido todo en esta guerra. Y veo que la persistencia no está en las mansiones arraigadas de una ciudad, sino en lo que no tiene raíces, en lo ambulante. Un mundo flotante". Se lo cuenta al coronel médico de su unidad, un alemán emigrado a Estados Unidos, al que acompaña por haber asistido piadosamente a su padre moribundo, a pesar de ser un respetable juez de la Confederación rebelde. El escenario de la conversación es la multitudinaria columna humana del general unionista Sherman, que, tras incendiar Atlanta, en 1864, inició la devastadora marcha hacia el mar, al mando de 60.000 soldados y un sinfín de civiles desplazados, entre ellos millares de negros liberados, que acompañaban al ejército sin saber por qué, como imantados por la poderosa corriente de un río que se va ensanchando progresivamente según se aproxima a su desembocadura. En 1865, con la caída de Richmond y la rendición de los restos del ejército sureño al mando de los generales Lee y Johnstone, concluyó la guerra civil, iniciada en 1861, y las aguas, nunca mejor dicho, volvieron provisionalmente a su cauce.
Éste es el argumento de la novela de E. L. Doctorow (Nueva York, 1935), titulada The March, que acaba de ser traducida al castellano como La gran marcha (Roca), una excelente narración que convierte un relato épico en un inmenso puzle o, para el caso, más literalmente apropiado, un rompecabezas de mil historias personales entrelazadas, que existen en la medida que encajan como piezas en el devenir de ese flujo humano que no parece tener circunstancialmente otro sentido que el avanzar de una corriente. Ante el cimbreante curso de esta masa humana, atizada por la vida y la muerte, nos viene a la memoria no sólo el atávico término bíblico del "éxodo" y sus infinitas derivadas históricas, sino el profundo recordatorio de que el hombre vivió un millón de años, por lo menos, al ritmo incontrolado de una deambulación errática y depredadora, de la que apenas nos separa unas pocas decenas de siglos, lo que, con cierta optimista infatuación, denominamos la era de la civilización, siempre, por lo demás, tan relativa como uno se asoma a los inexplorados caminos del cosmos.
De todas formas, como nos demuestra Doctorow, no hace falta sentir el vértigo del infinito cielo para escudriñar nuestra pequeñez, sino que basta con enfrentarse con una diminuta burbuja de la corriente histórica para percatarse del estimulantemente trágico destino de nuestra marcha mortal en pos de un siempre insaciable más allá. Leyendo La gran marcha no he podido evitar la sensación de que sólo el arte es la única técnica del conocimiento humano que paradójicamente nos obliga a pensar en la realidad tal y como circunstancialmente se nos presenta: desnuda, sin ilusiones, haciendo que nos fijemos, con toda atención, en el más acá del más allá enajenante.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.