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Reportaje:PASEOS

Por tierras de Cazorla y de Segura

El autor recorre los parajes naturales de las sierras jiennenses

Las Sierras de Cazorla y de Segura tienen, como mi pueblo -Iznatoraf-, nueve puertas. A mí me gusta la que se abre a Pozo Alcón. De ella arranca un camino bronco y tentador que, desde la Fuente del Gallo, atraviesa la barrera del Control de las Chozuelas y se mete pecho arriba por un carril de piedra suelta, flanqueado de violentos picones y bellísimas cuestas pinariegas.

La primera vez que la crucé, hace qué sé yo los años, había dormido en El Almicerán, en lo que hoy es un conjunto de casas rurales gobernadas por mi buen amigo Serafín. A mediodía despachamos una paella suculenta en el cortijo de El Moro, otra casa rural, no lejos de Castril. Domingo, el anfitrión, experto montesero y muy fino pescador, también es amigo mío. Como lo es El Maño: un antiguo arriero, curtido en el penar de los caminos -ahora es dueño de varios restaurantes y un hotel-, que nos alegró la sobremesa con historias divertidas de estraperlos y civiles.

Desde las Chozuelas, se trepa hasta dar vistas a un espacio abierto y enrasado, al casco del Cabañas. Estás en Puerto Llano, a 1.800 metros de altitud. A uno y otro lado, puede verse un centenar de laricios imperiales. Entre ellos, "los pinos del Embajador": media docena de gigantes casi milenarios, que han logrado sobrevivir a los asaltos de la RENFE y a la insaciable voracidad de los madereros.

La pista se descuelga por la loma de Gualay. Yo aconsejo una parada en el Pino de las Tres Cruces, bajar la suave costanilla -si busca yerbas salutíferas, allí abunda la ajedrea- y asomarse al mirador que domina Navahondona. Luego puede seguir en todoterreno a la Casa Forestal de la Cañada de las Fuentes, junto al nacimiento del Guadalquivir. Quizá el término nacimiento sea un tanto confundidor. Porque quien busque, en el estío, el borbollón de agua clara que cantó Antonio Machado, sólo encontrará un gotear breve y rezumado que se restaña en un charquete donde antaño, señora y poderosa, bebía la torcaz.

En el Puente de las Herrerías -cuenta la leyenda que Isabel la Católica mandó construirlo en una noche, cuando iba hacia Granada-, el carril terrizo se hace asfalto. Pasado Vadillo, un ramal remonta, por la Fuente del Oso, hasta el Parador de El Adelantado. Vale la pena visitarlo. Pechenfrente, se alzan los Poyos de la Mesa, donde el quebrantahuesos tenía uno de sus cuatro rompederos; y los altos y elegantes perfiles de la sierra, recortados contra el arrebol de la mañana.

En el Empalme confluyen, con la nuestra, dos buenas carreteras. La que viene de Cazorla -esa Villa noble, de castillos guerreros y casas blasonadas-, pasa por la Iruela, con su torre templaria, altiva y peleadora, y vuelca el Puerto de Las Palomas, dejando atrás, en Burunchel, la Venta de las Peñas. En un comedor muy original -hay varias docenas de fósiles incrustados en las paredes-, Juan ofrece carne de monte y embutidos de la casa, queso viejo y una rica variedad de frituras y revueltos. Los traen en la sartén, para que no pierdan aroma; y la gente se los vas sirviendo a discreción.

Siguiendo por el valle -hay magníficos hoteles a lo largo del camino-, y a la altura de la Torre del Vinagre, al Guadalquivir se le unen las aguas brincadoras del Borosa, que se desploman desde la Laguna de Valdeazores y echan a correr por el barranco, al encuentro del Río Grande, después de atravesar una hermosísima angostura: la Cerrada de Elías. Se sube sin esfuerzo, por el trazo de la antigua vereda de arriería, que cruzaba la corriente por un puente de palos -dos troncos salgareños, trabados con tunillas-, del que ya sólo se acuerdan los más viejos.

Al regreso, y pasado el Charco de la Cuna, queda el restaurante Los Monteros. Allí, junto a la chimenea, o en una terracilla bien soleada -según el tiempo-, puede reponer fuerzas con un yantar robusto y muy serrano. Al menú tradicional -huevos con patatas a lo pobre, chuletas de cordero segureño y estofado de carne montesina-, se le añade la perdiz escabechada y unas truchas en adobo, sin trampa ni cartón, que Benita prepara con buen tino, para dar el punto exacto a unos peces de carne prieta y sonrosada, que Mariano trae del Aguamulas.

Guadalquivir abajo, pasados varios campamentos, que en verano están a reventar, el viajero topa con un grupo de excelentes hoteles de montaña. Algunos proceden de las viejas ventas camineras. Una de ellas, la de Manuela La Golondrina -Manuela vive todavía-, fue escenario de historias y leyendas. La gente de antes cuenta que un buen día, unos arrieros cenaban en presencia de un enorme gato negro. El Tío Cascabillo, tratante de ganado, le echó una chulla de tocino que el gatazo cazó al vuelo, liquidándola en un decir Jesús.

- Está bueno el tocino, ¿eh?

Las risas se cortaron cuando el gato, con una ronca voz salida de muy hondo, retrucó:

- Sí, pero me gusta más el magro.

La que se armó. El marchante dijo pies para qué os quiero, salió templando trocha arriba y todavía no ha vuelto. Y es que, según las encantadas, aquel animalón llevaba dentro el alma en pena de un bandido, condenado por sus muchas fechorías.

De Bujaraiza al Tranco, se extienden los desastres del incendio del último verano. Conozco palmo a palmo lo que ha ardido. Me duelen los pinares calcinados, las sabinas centenarias perdidas para siempre, los hermosos parajes arruinados. Y me duele, sobre todo, el dolor de los serranos: la impotencia de los guardas forestales, que pelearon como leones contra tanta adversidad; y el sufrir de quienes han visto quemarse el lugar donde pasaron muchos años de su vida. Ricardo me dice que las llamas han barrido la entrada del cenajo en que vieron la luz tres de sus hijos. Es pobre como los pájaros del monte, pero aquella vieja choza había sido su casa. Y en ella dormían sus recuerdos.

No quiero terminar con esta nota de tristeza. En otoño tiene que llover, y la sierra volverá a ponerse guapa. Aprovechen para hacer el valle del Segura. Desde su unión con Río Madera, siguiendo la calzada milenaria que trazaron los romanos -quedan los restos de un puente-, les irán saliendo al paso los rincones que cobijan aldeas y cortijos olvidados, entre nogales de oro y almeces encendidos. Pare en la Venta de Rampias, y en la de Ticiano, para hablar con los serreños. Ellos son el alma de esta tierra. Porque, -ya lo tengo dicho-, "sin sus hombres y mujeres, la sierra es sólo piedra".

Restaurantes. En los hoteles se come bien. Hay buenos restaurantes en Orcera, Siles y Segura. Sin olvidar de El Jaraiz de Peñolite, donde Ángel ofrece cocina del terreno. La gachamiga, con sus cuatro avíos tradicionales -chorizo, magras, pimientos y sardinas-, es su especialidad. Lugares históricos. La Sierra alberga la mayor concentración de torres y castillos de toda España. Con los de Cazorla y La Iruela, recomiendo visitar Hornos -todo el pueblo es una fortaleza, "sobre una peña tajada"- y pasar una mañana en Segura, la joya de la Sierra. Excursiones. Vale la pena visitar los valles del Segura, del Zumeta y Río Madera, las remontes del Borosa y Aguamulas, los barrancos del Guadalentín y del Guazalamanco y las subidas a pie hasta las casetas de fogueros del Cabañas y de Las Banderillas. Y las recién recuperadas sendas de Miller. José Cuenca es Embajador de España.

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