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Columna
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El hijo del diablo

Polanski y otras películas con niños de ojos de diamante nos habían hecho pensar que el Hijo del Diablo, así, en mayúsculas, debía de ser un aristócrata de flequillo rubio y facciones angelicales bajo las que se ocultaba toda la ponzoña del infierno. En el Lear de Shakespeare leemos que el príncipe de las tinieblas es un perfecto caballero; si las buenas maneras y el don de la elegancia se transmiten con el resto de la dotación genética por los conductos de la sangre, parecía obligatorio imaginarse al hijo del demonio como una especie de oficial de las SS en todo el esplendor de su belleza y de su crueldad, tan sensible para escuchar un lied de Schubert como para idear un nuevo tormento con que afligir a los réprobos. Tal vez ése fuera el hijo del diablo en otro tiempo. Ahora que las cosas han cambiado, poseer algo de cultura o de gracia en los movimientos constituyen bagatelas accesorias en relación con lo verdaderamente importante, que se obtiene en los saraos nocturnos y los platós de televisión. Esta semana, la Guardia Civil ha descubierto que el primogénito de Satanás vivía en Chiclana, donde se dedicaba a esclavizar a un grupo de personas para que le limpiaran la casa y a coleccionar coches caros. El sujeto en cuestión, junto con su banda de acólitos, se anunciaba en los periódicos y se servía del renombre de su padre putativo para atraer a la clientela, a cuyos males prometía salvación gracias a su enchufe en el otro mundo. Cuando la gente llamaba, lo mismo con la esperanza de solventar un cáncer que de quitarse unos cuernos, el hijo de Satán les amenazaba con condenar su desobediencia con una celda en el rincón más nauseabundo del infierno, que es un lugar peor incluso que un centro comercial en un sábado de lluvia; así obtenía de ellos beneficios tanto en especie como en servicios: ponían a su disposición sus cuentas corrientes y sus pobres cuerpos para que se sirviera de ellos a su antojo. Sin duda, el infierno ha de ser un lugar incómodo para vivir; el hijo de Satanás prefería un chalé junto a la playa.

Esta anécdota me inspira dos reflexiones sobre filosofía de la religión. Una, que el podio del otro mundo es inestable y los puestos superiores e inferiores de su escalafón se confunden con facilidad. Con las crisis de fe y las iglesias convertidas en pasto del eco, el hijo de Dios ha dejado de ser un valor fijo en el que invertir y parece más apropiado volver la vista hacia la competencia. Que exista gente desesperada que responda a una esquela donde el hijo de Satanás se ofrece para resolver sus problemas amorosos me hace pensar que Jesucristo está irremediablemente de capa caída y que corre peligro de engrosar las prietas filas del Inem. En cuanto a la segunda reflexión, por desgracia no es nueva: fue formulada hace casi 300 años sin que desde entonces las cosas hayan mejorado lo bastante como para convertirla en un aviso hueco. Es ésta: que la credulidad en entes sobrenaturales, dioses, demonios, ángeles, ánimas, trasgos y brujas nos vuelven automáticamente cachorros indefensos en manos de cualquier desaprensivo, y que la pretensión de poseer influencia en la burocracia del más allá, sea a través de hechizos o de conexión directa con el Altísimo, disculpa a menudo las mayores atrocidades y las peores desvergüenzas. Cada vez se afianza más en mi cerebro la idea de que la religión, entendida como confianza mostrenca en la palabra de un ídolo o aceptación indiscutida del dogma de turno, coincide con un estadio infantil en la evolución de la humanidad del que debería salir para responsabilizarse de una buena vez de su porvenir y de sus actos. Los ilustrados lo vocearon hace ya mucho tiempo, y lo triste es que su grito aún conserva vigencia: entre creer y crecer hay una extensión mucho mayor de la que marca una simple consonante.

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