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Columna
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Por amor a los libros

Amantes de los libros hay muchos. Especies diversas, criaturas insólitas del archivo y la biblioteca, que viven emboscados entre la tipografía y el papel biblia como tigres en el fondo del manglar, adictos al olor a polvo, enfermos de lujuria por la piel de las encuadernaciones, insomnes cazadores de erratas y compradores compulsivos: suficientes para llenar un bestiario de animales fantásticos. Pero en fin, aquí quiero hablar de tres razas en particular. Por amor a los libros uno puede ensayar diversas profesiones cuyos únicos factores en común son su manifiesta prescindibilidad y un aura de vocación que las aproxima al suicidio. Como librero, por ejemplo: cuántos libreros no conocemos que encadenan jeremiada tras jeremiada encima de las pilas de paquetes sin abrir que pueblan sus establecimientos, quejándose de la coyuntura de un negocio que no pueden abandonar, al que están soldados como siameses sin descoser. Como escritor: en este mismo instante, en centenas y millares de apartamentos del mundo, hombres ignotos aporrean el teclado de su ordenador para elaborar una obra maestra que no rebasará la impresora de su cuarto de trabajo, mientras se lamentan de antemano de la inveterada sordera con que la mayoría del público trata a los genios de la literatura. Y están, en fin, y aquí es donde quería llegar, los editores. A mí me parece que todo librero o todo escritor es un editor en ciernes; que lleva un editor dentro de sí, minúsculo e invisible, igual que otros llevan un marcapasos, una prótesis o un tumor.

A mí me parece que todo librero o todo escritor es un editor en ciernes; que lleva un editor dentro de sí

Como todos los oficios y obsesiones ligados a la bibliofilia, también la edición vocacional es un jarabe mezclado con bilis. He conocido a diversos editores independientes, de esos que aporrean los bancos en busca de créditos o rebañan subvenciones, y debo decir que hay una mitad de sus vidas donde no luce demasiado el sol. Pero, para compensarla, en la otra mitad siempre es mediodía: disfrutan del júbilo impagable de descubrir tesoros sin desenterrar, de rescatar derrelictos que creíamos perdidos en el fondo de las aguas. Las grandes casas, las que pueden permitirse vallas publicitarias y entrevistas a la hora de la cena, controlan el negocio, eso está claro, pero han perdido el entusiasmo. Ese impulso doméstico, artesanal, del contacto directo, mediante el que el editor independiente rastrea en los cenáculos y los certámenes de barriada buscando a un mesías al que coronar. Por supuesto, una vez designado hijo de Dios, el susodicho mesías volará a los cielos y se afiliará a esas casas de las vallas y las entrevistas de que hemos hablado, pero si un bautista no lo hubiera reconocido primero entre la mugre de los concursos jamás habría ascendido tan alto. Esta semana se reúnen en Punta Umbría 150 profesionales de la edición independiente de España, Brasil, Portugal y México: el encuentro se produce dentro del marco de Edita 2010, que es una iniciativa que desde hace casi una década trata de agrupar anualmente a estos fundadores de religiones nuevas. La modestia de sus medios no debe hacernos desconfiar de lo que pueden alcanzar. Los altares de alabastro comenzaron por una mesa de tabla raída en un figón; las ediciones de lujo tienen su humilde origen, que nadie lo dude, en una imprenta casera.

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