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Columna
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Secreto de familia

Ya estudian más mujeres que hombres en las universidades andaluzas, casi en una proporción de seis a cuatro, pero los catedráticos multiplican por cinco el número de catedráticas, y solo una mujer, Adelaida de la Calle, ocupa un rectorado, el de la Universidad de Málaga, una entre diez. La proporción, nueve rectores y una sola rectora, se corresponde con las fotos publicadas en El País Semanal, hace dos domingos, de los directivos de diez grandes empresas españolas, 81 hombres y 8 mujeres que "representan la imagen empresarial de España en el mundo", como decía el reportaje de Miguel Ángel Noceda, con fotografías de Sofía Moro.

Es la maldición de la historia y de las costumbres, o de quienes las hacen. Hasta 1910 las mujeres no tuvieron libre acceso a los estudios superiores, así que, en cuestiones de poder, los hombres llevan siglos de ventaja. Las mujeres, a lo sumo, aprendían a leer y escribir, y las tareas del hogar. Como los criados, ni siquiera tenían la condición de ciudadanas. Según la división sexual del trabajo, les tocaba ocuparse de la casa, del marido, de los hijos. Son cosas viejas, repetidas con una inagotable pesadez de siglos, tan repetidas que, ciudadanas ya, las mujeres siguen ocupándose de la casa, del marido y de los hijos.

Hablo con tres señoras. Una profesora universitaria me dice que hay costumbres inextirpables: por ejemplo, la mujer se hace cargo de la casa mientras el hombre, como compensación, alguna vez va a la compra, llena el lavavajillas o lleva al niño al colegio. Incluso quien trata con la asistenta es ella. Una profesional liberal me habla de la culpa, culpa por los hijos abandonados y mal educados, doble culpa, porque, cuando eran pequeños y ella volvía del despacho a última hora de la tarde, les consentía cosas que no debería consentirles, como para retribuirlos por el abandono permanente. Otra señora, ama de casa toda su vida, me señala que las mujeres son idiotas: no solo trabajan en la calle, sino que, cuando llegan a casa, siguen cumpliendo las obligaciones de la tradicional ama de casa, "aunque ya nadie hable de amas de casa", me dice esta mujer que se define como ama de casa.

El hogar reclama energías, y distrae de hacer tesis doctorales para llegar a profesora titular universitaria, o dificulta la dedicación a la vida política y académica. Y están los hijos, los benditos hijos. La devoción por la familia endulza la propaganda partidista e institucional, la publicidad comercial, las películas, las canciones, los sentimientos sociales. Pensando en la familia, el jefe de la religión católica, el papa Benedicto XVI, el domingo pasado, en Barcelona, recordó en su sermón que "la Iglesia aboga por adecuadas medidas sociales para que la mujer encuentre en el hogar y en el trabajo su plena realización". No pidió lo mismo para el hombre: el hogar es cosa de la mujer.

La sociedad andaluza es papista: la mujer tiene que llevar la casa. Ésa es la idea dominante, consciente o inconsciente. Y no sé si por eso en España las guarderías y la protección a la crianza de hijos son mínimas, propias de un Estado social enano, o si es al revés: la inanidad del Estado provoca la supervivencia de un tipo fósil de familia patriarcal. Entre un aluvión de propaganda sobre igualdad de mujeres y hombres, nadie habla de la sujeción real de la mujer al marido y los hijos, como tampoco creo que el Papa citara en Barcelona al apóstol San Pablo y su Epístola a los Colosenses (3, 18): "Mujeres, sed sumisas a vuestros maridos, como conviene al Señor" (se refiere a Dios, no al marido). También aquí se le pide a la mujer, explícita o implícitamente, dedicación especial a la casa, a la familia, dicen. Se le exigen responsabilidades en su casa y en la calle: "Cómo tiene ésa la casa", oigo más de una vez. Repetimos palabras y costumbres de siempre, pero todo queda en la clausura de la vida familiar.

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