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Columna
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Damas de la caridad

Uno de los libros clásicos de Michel Foucault, Vigilar y castigar (1975), empieza de forma muy descriptiva. Para estudiar la historia de los suplicios, nada mejor que contar la ejecución del regicida Damiens en 1757. Conducido al cadalso en un carro, se le abrieron las tetillas, los brazos y los muslos para verterle dentro de la heridas plomo derretido, aceite hirviendo y azufre. A continuación, su cuerpo fue estirado y desmembrado por cuatro caballos, aunque hizo falta que el verdugo utilizara el hacha para facilitar el trabajo de unos animales poco decididos a colaborar. El cuerpo descuartizado se arrojó a la hoguera y las cenizas al viento. Los documentos oficiales certifican que los espectadores quedaron edificados por la solicitud con la que el párroco de Saint-Paul consoló en todo momento a la víctima.

Uno se ha hecho en la calle y en los libros, depende de los barrios y de las novelas, de los trenes y de la poesía. Recuerdo también algunas historias de Benito Pérez Galdós protagonizadas por damas de la caridad dispuestas a socorrer las angustias de los pobres. Daban limosnas y regalaban compasión, pero representaban a la sociedad que imponía la miseria. Los buenos sentimientos son a veces la piel de cordero que oculta los colmillos del lobo.

Confieso que ante las campañas de solidaridad con Haití he sentido un malestar deprimente. Hay que agradecer las ayudas de los ciudadanos, la movilización de los gobiernos y las campañas de solidaridad promovidas por algunas organizaciones. Hasta los bancos, después de cobrar comisión por las transferencias caritativas, sintieron pudor ante la presión cívica y decidieron por una vez no ser implacables en su voluntad de negocio. Ni siquiera me atrevo a criticar el desembarco masivo y prepotente de los marines norteamericanos, porque resulta necesario organizar el caos para que la colaboración internacional tenga la máxima eficacia.

Pero después de la compasión, hay que hacerse determinadas preguntas que esconden las razones del malestar y llenan de dudas el gran espectáculo de la solidaridad. Uno empieza preguntándose por el papel irrelevante de la ONU y por la campaña de desprestigio que ha sufrido en los últimos años a causa de la presión política de los gobiernos neoconservadores norteamericanos. Parece que un espacio público de ámbito mundial, con leves huellas de Estado y control ciudadano, está fuera de lugar en la globalización económica programada.

Uno se pregunta después por el papel de Europa, por la precariedad de su intervención internacional, por la debilidad de su proyecto constitucional. Los europeístas deberíamos dudar de la Europa que se está construyendo, criticar el sometimiento militar a Estados Unidos que se ha consagrado a través de la OTAN y negarnos a asumir como única cultura europea posible el neoliberalismo económico agresivo que destruye las conquistas sociales y borra la consolidación de un Estado.

Uno se pregunta finalmente por el papel del Fondo Monetario Internacional (FMI). Cuando en los años ochenta obligó al Gobierno de Haití a rebajar los aranceles sobre la importación del arroz de un 35% a un 3%, le abrió el mercado a las subvencionadas arroceras norteamericanas, a costa de hundir la economía interior del país. Miles de campesinos dejaron sus aldeas y se marcharon a vivir en condiciones miserables a Puerto Príncipe, una ciudad que ahora se ha hundido sobre ellos. El FMI es responsable de muchas políticas que han extendido en los últimos años el hambre en el mundo, impidiendo los sistemas tradicionales de alimentación en nombre de sus prestamos y de los pagos de la deuda.

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La mejor ayuda a los países pobres es dejar de explotarlos. Nuestra solidaridad, si uno se atreve a saber, resulta ahora necesaria, pero provoca malestar.

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