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Columna
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Caballeros del balón

Mi primera discusión económica se produjo por culpa de un botón enorme, arrancado de un abrigo de señora. Los niños del barrio componíamos todas las tardes dos equipos, y aprovechábamos la ausencia de coches en la calle Transversal de la Bomba, o la falta de agua en la inmensa piscina de la Cruz de los Caídos, o un descampado en los inicios de la Carretera de la Sierra. Hacíamos dos porterías con piedras y abrigos amontonados, invadíamos el aire con gritos, aquí, pásala, penalti, fuera, fuera, y nos echábamos abajo las rodillas.

El fútbol nacional ha tardado años en levantar vuelo por culpa de las piedras. Como no existían instalaciones deportivas, los niños españoles aprendíamos a correr con la pelota provinciana en los pies y los ojos en el suelo, para sortear baches, adoquines, charcos, loscos y bordillos. Una caída te llenaba de alfileres terrenales la piel y de piquetes la cabeza. Nadie pensaba en mirar la disposición del juego, las posibilidades del equipo. Había que correr hacia la meta contraria por un campo de obstáculos suburbiales.

Las tardes de lluvia empapaban las aventuras callejeras y nos invitaban a la imaginación doméstica. Dos porterías de papel, un garbanzo y 22 botones convertían cualquier mesa de comedor o cualquier rincón de la casa en el Estadio Maracaná. Todas las tardes de lluvia, en un barrio granadino de los años sesenta, la selección de Brasil volvía a perder ante Uruguay, y en propia casa, la final del campeonato del mundo de 1950. Los niños necesitaban vengarse de los fríos, los colegios y la misa del miércoles por la mañana.

Mi amigo Juanjo era un verdadero desastre con el garbanzo. Pero tuvo la suerte de que un día fuese de visita a su casa una señora con un abrigo de botones desproporcionados. Anda, se me ha caído un botón, dijo la señora cuando se colocaba el abrigo al despedirse. Y el botón estaba a buen recaudo en un cajón del dormitorio de Juanjo, que lo había arrancado para negociar con él. Se le ofreció de todo, porque un portero de esas dimensiones aseguraba la victoria. Los niños entramos en una subasta avariciosa: pesetas, deberes para el colegio, colecciones de sellos, balones. Por suerte encontramos una cantera de lujo. Mi madre me llevó a la mercería La Chilena, y allí descubrió la infantería del barrio un arsenal de botones inmensos que acabó con las especulaciones de Juanjo.

El fútbol sólo necesita una historia sentimental, una sobrecarga de ilusión, dos equipos y un árbitro dispuesto a ser tratado como un malhechor. A veces se compara al fútbol con la poesía o con la política, pero es un error. En la poesía y la política, el sentimiento de verdad resulta insustituible. El fútbol es otra cosa. Ganar en el último minuto por un falso penalti puede llenarnos de alegría, aunque los nuestros hayan jugado fatal. El balón se escapa de nuestra infancia, es anterior a la manzana, conserva la inocencia y una digna irresponsabilidad. Por eso podemos aplaudir a los héroes sin resquemor. Nos alegra la vida precisamente por su falta de importancia. Es la obra maestra de las cosas sin importancia.

Como en todo lo que afecta a los sentimientos, siempre aparecen buitres dispuestos a hacer negocio. No sienten el fútbol, pero saben cómo sacar dinero de las pasiones ajenas. Además de a los constructores y a los mafiosos de siempre, el fútbol soporta ahora la presión de haberse convertido en un espectáculo mediático. Qué le vamos a hacer. Pero si quiere seguir existiendo, este espectáculo debe tener cuidado en no matar al niño que sus seguidores llevamos dentro. Los héroes representan una ilusión colectiva. No hay nada más repugnante que un héroe con los ojos llenos de lágrimas ante nuestras banderas, mientras nos roba el dinero de sus impuestos con la ayuda de un paraíso fiscal.

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