Geraldine Fitzgerald, actriz de cine y teatro
El pasado domingo falleció, a los 91 años, Geraldine Fitzgerald, una de las actrices más seductoras del Hollywood clásico, una mujer de arrolladora belleza cuya mirada febril engrandeció obras de la talla de Cumbres borrascosas y Amarga victoria. Fitzgerald murió en su casa de Manhattan tras una larga lucha contra el Alzheimer. El cine del nuevo milenio, desbordante de banalidad, abundante en actrices planas y fotocopiadas, ha de echar de menos, por fuerza, a intérpretes que podían soliviantar la sensibilidad del aficionado con un movimiento de manos, con un gesto, con una presencia al tiempo turbia y ardiente: actrices como Geraldine Fitzgerald.
Había nacido en Dublín el 24 de noviembre de 1913, y su precoz temperamento artístico la llevó a debutar, aún adolescente, en los teatros de su país. En 1938 se traslada a Nueva York, a petición nada menos que de Orson Welles, para enrolarse en su compañía, la Mercury Theather. Desde entonces estaría ligada al teatro; el cine jamás la apartaría por completo de las tablas de Broadway, a las que regresaría una y otra vez.
Su debut cinematográfico tiene lugar con el olvidable drama Open all night, en 1934, pero pronto se haría notar en un buen puñado de filmes en los que refulgían sus ojos verdes, su personalidad magnética que lograba que sus personajes, por secundarios que fueran, incendiasen el ánimo del espectador; el año 1939 presencia una de las cimas de su carrera, con su interpretación del personaje de Isabella en la legendaria Cumbres borrascosas, de William Wyler. Fitzgerald rozó el Oscar a la mejor actriz de reparto. En el mismo año entregaba otro alarde de potencia en la magnífica Amarga victoria, de Edmund Goulding, al lado de Bette Davis y Humphrey Bogart.
En la década de los años cuarenta, la carrera de Fitzgerald se vio lamentablemente marcada por sus turbulentas relaciones con la compañía Warner Bros., que la tenía bajo contrato. Y es que el Hollywood de la época, la llamada Fábrica de sueños, también fabricaba, en serie, tiránicos contratos a los que los intérpretes debían plegarse sin remedio. Geraldine Fitzgerald no era una estrella, pero era una actriz profesional y orgullosa, y se negó a aceptar papeles que consideraba indignos e irrelevantes, lo que provocó que el estudio la arrinconase. Pese a todo, el cine de los años cuarenta disfrutó de ella en películas como Viaje sin retorno, de nuevo a las órdenes de Edmund Goulding, o la asfixiante Pesadilla, de Robert Siodmak, en la que mantenía una tórrida atracción incestuosa hacia George Sanders. Fitzgerald sólo rodaría dos películas entre los años 1948 y 1961, pero participaría en innumerables producciones televisivas y decenas de montajes teatrales. En el año 1965 entrega otro fogonazo interpretativo en la magistral El prestamista, de Sydney Lumet, donde lucha con Rod Steiger en un memorable pulso actoral. Paul Newman la reclamaría en 1968 para participar en su primera película como director, la inolvidable Rachel, Rachel.
Los años setenta son años televisivos para Geraldine Fitzgerald. El medio acogía a decenas de profesionales a quienes el cine relevaba con demasiada premura. Más tarde los echaría de menos. Pero 1971 se convertía en otro año de referencia en su carrera, con el regreso a Broadway para interpretar el personaje de Mary Tyrone en la obra de Eugene O'Neill Larga jornada del día hacia la noche. El controvertido Marco Ferreri acogería a Fitzgerald en el cine italiano en 1978, para entregarle su último gran personaje, la Mrs. Toland de Adiós al macho, un filme en el que mostraba su esplendorosa madurez y donde sus ojos verdes vibraban al enfrentarse a Gérard Depardieu y Marcello Mastroianni.-
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