Cuando funciona el funcionalismo
Varios estudios arquitectónicos apuntan a una vuelta del racionalismo
Cuando tanto parece desmoronarse, puede resultar cabal tratar de mantener algún orden. O al revés, puede suceder que un desastre generalizado no logre arrastrar lo que permanece ordenado. Se mire como se mire, son muchos los arquitectos que han vuelto a tirar de Mies van der Rohe y han recurrido al racionalismo para jugar sus bazas más recientes. En Madrid, Iñaki Ábalos, asociado ahora a Renata Sentkiewicz, ha hecho uso de la razón como forma en sus últimos proyectos: un edificio de viviendas -que convierte en fluidos espacios rectilíneos y que convive, sin aguantar la respiración, con los palacetes de la calle de Orfila- y unas oficinas en un centro comercial de Pozuelo de Alarcón.
Se trata de construir edificios en los que cada componente está optimizado
Aprender que el racionalismo no se resuelve con tiralíneas y ángulos rectos ha costado muy caro. Los bloques de viviendas hacinadas de muchos suburbios y los barrios con prismas de oficinas forrados de muros cortina hablan de ese precio. Más de la mitad de la arquitectura levantada por todo el planeta durante el siglo pasado comparte ese lenguaje pobre y epidérmico qu más una oda a la especulación que una ideología arquitectónica. El racionalismo, convertido en estilo, llegó a erigirse en el cáncer de un movimiento que nació anunciando el fin de todo estilo. El racionalismo tenía, y tiene, el defecto de la exigencia: o es -y entonces la razón explica las decisiones constructivas- o no es -y, en ese caso, no puede llamarse racionalismo por mucha limpieza ornamental que lo envuelva-.
Cuando el funcionalismo funciona, el trabajo del arquitecto muchas veces no se ve. Pero aun así siempre es de orfebre: milimétrico. No se trata sólo de esconder tiradores y reducir marcos de ventanas, se trata de construir edificios precisos en los que cada componente no sólo es necesario sino que además está optimizado. Esos inmuebles funcionan con lógica y economía primero para quienes los construyen, después para quienes los habitan y durante toda la vida para quienes se ocupan de mantenerlos. También para la ciudad en la que deben convivir. Cuando un edificio materializa esa ideología ni siquiera se autoimpone prescindir de las curvas. Iñaki Ábalos lo demuestra en el inmueble de oficinas de Pozuelo, un ocho sobre pilotes con fachada curva de triple cristal que hace de la necesidad virtud, al convertir el tráfico en un fascinante espectáculo.
Ábalos no está solo. También en Barcelona hay ejemplos de una nueva arquitectura racional. Dos inmuebles firmados por Ramón Valls y Josep Benedito, con doble piel de panel de chapa de diversos formatos -para evitar el sol y aportar una vibración visual- albergan las oficinas del campus de Comunicación de la Universidad Pompeu Fabra. Se codean con los antiguos telares de Ca l'Arañó, frente al patio de manzana que sigue presidiendo la chimenea de ladrillo de la vieja factoría. La ordenación, remodelación y construcción de ese conjunto, que recibió este año el Premio Ciudad de Barcelona, canta una oda a la convivencia entre el pasado industrial del barrio y el actual presente universitario de la zona. Y resulta paradigmática. En un vecindario convertido ya en el estandarte de la modernización de Barcelona, el 22@ (antes Poble Nou), el racionalismo hace posible una convivencia entre tiempos, usos y arquitectos por la que las ciudades llevan años clamando.
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