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Columna
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Nadie llorará por él

Carlos Boyero

Nada en la apariencia de ese cazurro tranquilo, reconcentrado, con gafas de culo de vaso, inexpresivo, delataba la imagen que deseamos poseer de los monstruos. Tampoco los rasgos psicópatas con los que el cine mediocre nos ha acostumbrado a identificar a los asesinos en serie. Pero ese encarcelado anciano que hace unos días decidió colocar unos trozos de sábana en su ajado gañote y saltar de la silla -un suicidio que tal vez haya sido más pragmático que desesperado- fue la encarnación del mal absoluto en un pueblo cuyo nombre es sinónimo de escalofrío.

El extranjero de Camus justificaba haberse cargado a un desconocido en una playa porque hacía calor. Sin dramatizar, sin sentido de culpa, con asumido nihilismo, porque sí. Se supone que en el atardecer de Puerto Hurraco en agosto el bochorno también puede arañar al sistema nervioso y azuzar demonios escondidos. El suicida, su hermano y dos hermanas que supuestamente ejercieron a distancia de sacerdotisas en aquella matanza colectiva ni siquiera adujeron locura temporal. Sería patético ver al diablo ofreciendo excusas. Los depredadores salieron a destruir cualquier cosa que pareciera humana, sin distinción de niños, adultos o viejos, satisfaciendo rencores ancestrales, haciendo chorrear la sangre de conocidos o desconocidos. Metódicamente, afinando la puntería, sin razones personales, como si cazaran pajaritos o conejos.

Cuando tomas la medida de largarte con desolada voluntad de este mundo dudo que te preocupe la presencia de alguien en tu entierro, aspirar al recuerdo emocionado, añorante o dolorido de los vivos. De cualquier forma, resulta perturbador que no hubiera nadie alrededor de su fosa. Podrías entender que allí se concentrara el odio de las personas que querían a la gente que asesinó, que su ataúd se embadurnara con los escupitajos de estos. Pero ni eso. Solo veías a los asqueados enterradores echando tierra en una sepultura sin ninguna identificación, despidiendo a un perro rabioso.

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