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Columna
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Deportistas

Carlos Boyero

Superado el acojone y el lacrimeo ante la amenaza de un linchamiento gubernamental y popular, los macarras del aire, inequívoca gente de orden aunque eso sea lógicamente compatible con actuar como corsarios sobre una población inocente y eternamente a la intemperie, aseguran sin sonrojo que el Gobierno ha pisoteado sus derechos constitucionales, que se sienten víctimas. Tienes dos opciones ante esa excesiva insolencia: o joderte pillando aviones que sabes que casi nunca saldrán a la hora que has pagado en el billete (por causas ajenas a nuestra voluntad, se atreven a proclamar los cínicos altavoces, esos desvergonzados que te repiten incansablemente que la norma principal de los aropueros es que a los infames fumadores no se les ocurra traspasar su asfixiante gueto ) o añorar al fulano que inventó la guillotina y a los furiosos y resolutivos habitantes del castizo pueblo de Fuenteovejuna. Les comprende enteramente aunque se hayan equivocado ligeramente en las formas madame de Cospedal (mi obsesión sigue convencida de que encarna con verosimilitud a algún personaje de Las amistades peligrosas y me niego a especificar), en la que percibo su espíritu tolerante y racional al asegurar que hay que prescindir de la soberbia al negociar con los reividindicativos y espartaquistas controladores.

Tampoco mi afán de venganza logra aliviarse cuando escucho al excelente actor Rubalcaba, a un político eficiente en el que tono, discurso y actitud todo desprende que tiene lo que hay que tener, que todo el peso de la ley caerá sobre los militarizados sádicos. Suena a broma enfática. Palabras, palabras, palabras...., que contaba Shakespeare, el fulano que más ha sabido nunca de las historias de este mundo.

No recuerdo si es el vicepresidente, como vocacional corredor de fondo, o el siniestro Lissavetzky, el que declara que los atletas que se dopan no lastran la edad de oro del deporte español y que estos deben representar los valores de la sociedad. ¿Qué valores, qué sociedad?, pregunto. Qué manía con descubrir con espanto que la mayoría de ciclistas y atletas se han puesto hasta arriba desde el paleolítico para coronar sus gestas. "Emborrachaos de vino, de pecado o de virtud, pero emborrachaos", aconsejaba el insensato Baudelaire.

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