Pablo y la inteligencia
Había algo en la inteligencia de Pablo Lizcano, penetrante, independiente, lúcida y lúdica, que me recordaba siempre a la inteligencia de Juan Benet, teñida siempre de cierta melancolía desdeñosa. Ya no está ninguno de los dos, y los dos representan, cada uno a su modo, una manera de afrontar la frontera de la España en la que ambos vivieron la posibilidad de pasar de un país cutre a un país brillante. Participaron en parecidas tertulias, pero los distanciaban al menos veinte años. Pero hubo un momento en España, quizá en torno a 1980, en que casi todo el mundo tenía la misma edad, y además la edad casi no se preguntaba.
La inteligencia de Pablo Lizcano se edificó sobre esa melancolía; había vivido la zona oscura de un país de oficinistas, y se adentraba, dando la cara, en la radio, en la prensa, en la televisión, en la tarea de contribuir a hacer un edificio nuevo, donde fuera posible una convivencia más abierta y más moderna. A pesar de que la fama le acarició bastante rato, por sus programas de televisión sobre todo, a Pablo no se le subió lo peor de la popularidad, porque no estaba vacío. Al contrario, esas entrevistas eran inteligentes y perspicaces porque él era un hombre informado, y no sólo de las cosas de las que ahora parece que hay que estar informado para estar al día, sino de la actualidad que se discute en los libros donde se aprende a saber más y no a saber menos.
No era cualquier cosa una discusión con Lizcano, tenías que ir aprendido
Esa inteligencia suya era en extremo exigente; con él pasaba -y aquí vuelve el paralelismo- como sucedía con Benet: le veías y sabías que no ibas a salir como si nada de una conversación con él: tenías que ir aprendido, o informado, no era cualquier cosa una discusión con Pablo Lizcano: llevaba una especie de bisturí bien afilado que disfrazaba con una mirada tierna, la mirada que no perdió jamás, tampoco en los difíciles y desventurados días cuyo dolor acaba de terminar para desolación de todos, y sobre todo de nuestra querida Rosa Montero.
Decía de coña Gabriel García Márquez que ahora se muere gente que antes no se moría. Lo cierto es que Lizcano pertenece a una generación, la que ahora cumple las canas de los sesenta, que se hizo en un país cuya alegría repentina parecía convertirlo en un país feliz e inmortal; la de Pablo es una generación que creó muchas alamedas por las que transitó de todo, desde Pedro Almodóvar a Miquel Barceló, fue la época en que parecía que el cine, la televisión, las artes, iban a transitar por alamedas abiertas, de generosidad y de calidad. Después este país ha sido como cualquier país, pero Pablo fue uno de los que con más ahínco lucharon por hacerlo distinto, hasta que quizá se dio cuenta de que este amor por la elegancia de ayudar a que se viviera mejor era una pasión inútil, y regresó a esa melancolía que transfiguró sus ojos de chiquillo en los ojos de un hombre que usaba la inteligencia sobre todo para extrañarse de que el mundo no fuera lo que una vez soñamos.
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