El deber de conocer el gallego
Una de las cuestiones más debatidas entre los tres partidos gallegos a la hora de alcanzar un consenso sobre la reforma de nuestro Estatuto de Autonomía ha sido la relativa a la obligatoriedad de conocer el idioma gallego.
No obstante, con arreglo al Derecho vigente y a su interpretación jurisprudencial la cuestión está clara. En la Sentencia del Tribunal Constitucional (STC) 82/1986 se concluyó que sólo del castellano se establece constitucionalmente un deber individualizado de conocimiento. Esta sentencia vino motivada precisamente por el recurso interpuesto contra determinados preceptos de la Ley gallega de normalización lingüística de 1983: en concreto, se declaró la inconstitucionalidad del artículo de esta ley que disponía la obligatoriedad del conocimiento del gallego.
Con posterioridad, el Decreto 247/1995, aprobado como desarrollo de la Ley de normalización lingüística, referente a la aplicación de la lengua gallega en las enseñanzas impartidas en los diferentes niveles no universitarios, intentó imponer en este ámbito un deber de conocer el gallego -siquiera de un modo indirecto-, puesto que en dicho Decreto se señalaba que "los documentos administrativos de la Consellería de Educación y de los centros de enseñanza dependientes de ella se redactarán en gallego". Sin embargo el TSXG anuló este precepto, por ser contrario a la Constitución, al Estatuto de Autonomía y a la propia Ley de normalización, en atención a lo cual la Xunta tuvo que modificarlo en el posterior Decreto 66/1997, añadiendo el inciso "con carácter general", con el que se pretendió eludir la objeción de inconstitucionalidad.
Este es el Derecho vigente y todos debemos acatarlo, aunque evidentemente pueda discreparse de los fundamentos de derecho de la STC 82/1986. Y es que, en efecto, cabría sostener que el deber de conocer el gallego no se opone al artículo 3-1 de la Constitución, puesto que éste se limita a establecer que el castellano es la lengua española oficial del Estado y que todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla, pero dicho precepto no obliga a prohibir el deber de conocer el gallego. Es más, cabría interpretar que el deber de conocer el gallego tiene cabida en el contexto del artículo 3, en la medida en que es una consecuencia natural de lo dispuesto en los apartados 2 y 3 del propio artículo 3, en concreto de la cooficialidad de la lengua gallega y del "especial respeto y protección" que ésta merece.
De ahí que la propuesta de consenso que el presidente Touriño presentó el pasado 17 de enero fuese juiciosa: evitar una referencia explícita al "deber de conocer el gallego" y acudir a una fórmula que aludiese a la "igualdad jurídica" de ambas lenguas, una fórmula que, por lo demás, poseería la virtualidad de abrir un debate sobre una futura reforma de la Constitución en la línea que acabo de apuntar.
Ahora bien, dicha fórmula no significa en modo alguno, como el propio presidente Touriño reconoció, un deber de usar el gallego. Y conviene dejarlo bien sentado ante el reciente caso de los directores de los departamentos de lengua española de los centros de enseñanza media, que han recibido un escrito de la inspección en el que, invocando el Decreto 66/1997, se les indica que la programación didáctica no puede estar redactada en castellano, puesto que debe figurar en gallego.
Se trata de un claro ejemplo de deber de uso, inequívocamente contrario a la Constitución y al Estatuto, cuya imposición puede ser recurrida ante los tribunales, incluso a través del recurso de amparo, si se entiende que la libertad de elegir idioma forma parte de la libertad de expresión. Y no sólo eso: si para exigir la programación en gallego se anunciase al profesor la apertura de un expediente disciplinario con amenaza de sanción, podría existir un delito de amenazas condicionales del artículo 171 del Código penal, sin perjuicio de que además pueda llegar a concurrir otro delito del artículo 542, que castiga a la autoridad o funcionario que impidiere a una persona el ejercicio de los derechos cívicos reconocidos por la Constitución y las leyes.
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