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Columna
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Camareros y turistas

En La Nit dels Museus en Barcelona, ese sábado por la noche, vecinos y turistas abarrotan los museos hasta las dos de la madrugada. Entonces se da uno cuenta de la cantidad de museos, todos tan interesantes, de Barcelona, esa ciudad incomparable que almacena memoria ciudadana y memoria cultural. Hay capitales donde brilla el poder de un estado, pero Barcelona no fue capital de estado y allí brilla el poder ciudadano. No es casualidad que esa ciudad sea hoy una verdadera estrella mundial: simplemente han puesto sus atractivos en valor para esta época.

No obtendríamos una Barcelona ni juntando las siete ciudades gallegas, así que cualquier comparación es absurda. Pero para prosperar es importante, además de conocer los límites y carencias sin engañarse, saber de nuestras posibilidades. Y Galicia las tiene, vaya si las tiene. No es cierto que seamos la leche, desgraciadamente, sino que seguimos siendo una de esas dos o tres comunidades autónomas en la cola de casi todos los indicadores socioeconómicos. Siguen marchando conciudadanos nuestros cada año, trabajadores con poca cualificación a Canarias o Mallorca y universitarios cualificados a otras ciudades y países. Esa realidad humana debe pesar en las cuentas que hagamos sobre nuestra situación y nuestros planes.

El turismo es un cuchillo de doble hoja: corta el pan que nos comemos y es la daga que coloniza

Pero reconocer nuestra situación histórica actual no debe impedirnos conocer el valor de nuestro patrimonio cultural, porque, ahora más que nunca, tenemos que decidir cuál va a ser nuestro futuro. Ahora, cuando vemos que nos esperan ahí delante un par de años de ajuste y, quizá, recesión, hay que decidir cuál, o mejor cuáles, van a ser los motores de nuestra economía, de nuestro futuro. No debiera caber mucha duda de que uno de ellos debe ser el turismo. Puede que nos repugne la vulgaridad de ofrecer lo que tenemos a los extraños, algo hay ahí de servil, pero sería un injusto clasismo no pensar en esos gallegos y gallegas que trabajan en hoteles y restaurantes lejos de tierra y familia y preferirían hacerlo aquí.

Sí, tenemos que ofrecer nuestro país y debemos desear poder despacharles a los forasteros una cultura y una lengua propias, una habitación limpia, vinos, cerveza, marisco, carne de vaca, de cerdo celta, quesos, ríos y rías, castros celtas y puentes romanos, leyendas, iglesias, fortalezas, conventos, faros, paseos en barco, nuestro romanticismo, O Rexurdimento... Barcelona tiene su argumento, que es el esplendor ciudadano en el siglo XX europeo. El Reino de Galicia puede ser una estrella si pone en valor su argumento como reino medieval, cabecera de los dos estados peninsulares, mito cristiano europeo, literatura de trovadores y reyes y literatura moderna.

El turismo es un cuchillo de doble hoja, tanto corta el pan que nos comemos como es la daga amenazadora que nos coloniza. Ese cuchillo debe estar en nuestra mano, debemos ser nosotros quien planifique y ordene para que sea un recurso nuestro y no un expolio de lo nuestro. Y, en cierto modo, el hacer de Galicia una potencia turística sólo será posible si nos modernizamos, si ordenamos y fijamos los trazos de nuestra imagen, de nuestra identidad. Nos obliga a actulizarnos, a pasar por el sastre y el peluquero. Acostumbrados a la visión de nosotros con ropas harapientas, las ropas del atraso socioeconómico, nos cuesta imaginarnos con las ropas de lo que fue esplendor. Pero si recuperamos la memoria, si reconstruimos nuestro argumento, podremos volver a ver el reino al final del Camino de Santiago, el centro espiritual de la Europa de Carlomagno, patria de Breogán e Ith, conquistador de Irlanda, la Jacobusland, el reino suevo, el primero que nace dentro de los límites del Imperio Romano mediante un foedus...

Es sobre ese argumento, sobre nuestra historia, sobre el que podemos levantar luego la exposición de nuestro presente. Es ahí incluso donde podemos situar algo que realmente parece caído inopinadamente de otro planeta, la Cidade da Cultura, algo que nació del peor modo, como capricho personal y sin tener función alguna, pero que ahora existe y que este país tiene que digerir. Debe digerirla, integrarla en su organismo y extraer de ella el provecho que se pueda. Y es dentro de ese argumento de país con un esplendor antiguo que ahora se renueva donde tendremos que incluírla. Como ya decía el clásico, "sin complejos".

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